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2.11.25

ENAMORAMIENTO CUÁNTICO

 

Cuando vivimos tanto que hay que pagar exceso,
hay algo en el amor como una luz suicida,
tal vez es solo eso,
y hay amores que duran algo menos que un beso,
y besos que han durado algo más que una vida.

Luis Rosales


 

La condición humana oscila entre lo desmesurado y lo trivial. Lo sublime y lo absurdo caminan juntos como dos sombras condenadas a seguirse; nos seduce la abrumadora idea de lo eterno y, sin embargo, nos arrastra lo inmediato, con sus pequeñas rutinas y miserias, con la comedia diaria que nos mantiene entretenidos, con su insoportable levedad —que diría Kundera—

Puede que la última ironía resida en la fragilidad del individuo y en lo ridículo de sus aspiraciones frente a la ingobernabilidad del destino. La conciencia de lo efímero nos deja desnudos ante nuestra realidad con una pregunta brutal: ¿qué quedará de nosotros en este mundo cuando muramos? Acaso el eco de una anécdota en la memoria de un hijo, o de alguien que nos quiso, tal vez un recuerdo que despierte por azar, como una brizna alzada por el viento sin que nadie la invoque. Y será por poco tiempo, porque con los años, cuando también desaparezcan quienes nos recordaron, seremos menos que humo en la nada. Ni siquiera seremos olvido.

Me gustaría creer que el olvido no mata del todo, que ese algo esencial llamado conciencia, que vibra y siente, permanece más allá de la vida o de un puñado de átomos ordenados por azar. Creo que hay sabios que piensan como yo, o quizá yo piense como ellos. Todo esto lo supe cuando me enamoré.

Ocurrió hace ya más de un año y fue algo lento pero inevitable, como un designio escrito al albur de las estrellas. Primero fue el budismo: su calma impostada, sus nobles verdades, sus meditaciones, aquel noble camino óctuple (o como se llame) que promete la liberación del deseo justo cuando más deseaba comprenderlo todo. Lo observé con atención, con esa mezcla de respeto y escepticismo que uno reserva para lo que sospecha que es demasiado perfecto. Después llegó la astrofísica. Me deslumbraron sus magnitudes incomprensibles, las distancias siderales, el vacío, los agujeros negros, los millones de galaxias que pueblan el universo. Descubrí que el infinito no es una idea sino un hecho, y que la Tierra —con toda su arrogancia— apenas ocupa un margen ridículamente diminuto en la página del cosmos. Y entonces apareció la física cuántica.

Y ahí sí: me enamoré perdidamente. No de sus respuestas, sino de su misterio. De esa magia rigurosa que convierte las certezas en probabilidades y las partículas en presencias invisibles. Descubrí que existe la antimateria. Descubrí que un electrón no está en un lugar, sino en una nube de posibilidades que solo colapsa cuando alguien lo observa, como si la realidad necesitara ser vista para existir. Que dos partículas pueden permanecer entrelazadas a miles de años luz de distancia y reaccionar al unísono, como si compartieran un hilo invisible más rápido que la luz. Que la materia surge de fluctuaciones del vacío, un vacío que no está vacío, sino vibrando con energía latente. Que el tiempo, a escala cuántica, pierde su dirección y la causalidad se vuelve un rumor.

Empecé a dormir con sus voces: electrones que se comportaban como ondas, neutrinos que apenas existen y atraviesan la materia sin dejar rastro, campos de Higgs que conceden masa como dioses benevolentes. Y todo me resultaba profundamente hermoso por una sencilla regla de tres: cuanto más incomprensible, más bello; creo que la física no solo es ciencia es también una forma de mirar, una poética de lo invisible. Y llegué a la conclusión de que el amor debía de ser como una luz suicida: una fuerza improbable, inestable, que desafía la lógica, que altera todo cuando es observada y, aun así, mantiene unido el universo —y a uno mismo— para que no se desintegre.

Me fascina observar el mundo desde dos magnitudes que parecen opuestas y, sin embargo, se necesitan: la de lo inmensamente grande, de las que se miden en megapársecs, y la de lo infinitamente diminuto, lo indivisible, a la escala de la primigenia partícula que originó el Big Bang. Como el yin y el yang se equilibran y tal vez se complementan, porque quizás no puedan existir el uno sin el otro. Dos fuerzas que se atraen y se temen, dos sombras condenadas a seguirse.

 

 

El enamoramiento cuántico me enseñó que nunca es tarde para aprender y mirar el mundo como se mira a través de un telescopio: con curiosidad y un poco de vértigo.

Luego, entre esos vídeos, descubrí que me encantan los astrofísicos que se ocupan de divulgar sus maravillosos conocimientos —Alcubierre, Michio Kaku, Neil deGrasse—, La Lattice de Jacobo Grinberg, y a Federico Faggin. Este último, un eminente físico que diseñó el microchip y terminó creyendo que lo real no era la máquina, sino lo que la habita. Un día, sin previo aviso, tuvo una experiencia que le desgarró el marco mental: se sintió rodeado, atravesado por algo que no podía medir ni nombrar, pero que reconoció como lo más poderoso del universo: el amor. No el amor romántico ni el emocional, ni siquiera el humano. Un amor sin sujeto ni objeto. Un campo de conciencia viva que le hablaba sin palabras. Desde entonces, dejó de buscar en la lógica. Aprendió a escuchar.

Yo no he tenido una experiencia como la suya, pero algo dentro de mí también sabe que no estamos solos, ni separados, ni perdidos. Que la conciencia no es una función, sino un tejido. Que todo —una célula, una piedra, una estrella— siente, recuerda, vibra.

Y si esto es cierto —aunque solo lo sea desde lo poético—, entonces la muerte no es el final, sino un tránsito. Un cambio de estado. Una migración silenciosa a otra forma de lenguaje. No nos evaporamos en la nada.
Solo cambiamos de lenguaje.

Y tal vez ahí, en esa transformación que no comprendemos, el olvido cede su lugar a algo más vasto. No a la memoria, sino a la conciencia que nos contiene a todos.
La materia se disuelve, pero la vibración permanece. Y esa vibración —mínima, indestructible— es lo que algunos llaman alma, otros energía, y yo, sin pretender entenderlo del todo, sigo llamando amor.

Y bien, después de tanto universo y tanta conciencia, toca algo más terrenal: hacer la maleta. Me voy de viaje a Suiza, no a la luna… aunque, conociéndome, acabaré mirando las estrellas desde los Alpes, preguntándome si serán las mismas que veo en Murcia o si, como las partículas en la física cuántica, también cambian cuando una las mira.

Tal vez, después de todo, mirar sea la forma más sencilla —y más humana— de seguir creando el universo.

 








31.8.25

Miraré frente al animal antiguo




 

Anoche entendí algo. Vi en un vídeo a un surfista chiflado perder el miedo y subirse a una pared de agua que parecía una ciudad avanzando. No era valentía ciega, era una especie de pacto con el mar. Y supe que quería mirar de frente ese pacto desde el faro de Nazaré, con el Atlántico creciendo como un animal antiguo. No para vencerlo sino para escuchar lo que dice cuando se levanta con furia y poder.

Las olas gigantes de Nazaré siempre me han parecido como criaturas vivas, enormes, casi prehistóricas. Llamarlas animal antiguo es reconocerles su fuerza mítica, como si fueran un monstruo marino que existía antes que nosotros. Imagino el faro, la piedra que resiste, el viento que limpia la cara y deja un sabor a sal que no se olvida. Imagino el golpe de cada ola como una frase escrita sin palabras. Se va hasta allá para recordar que el miedo nace de una medida equivocada y que a veces la vida solo pide quedarse de pie en el sitio justo mientras observas lo inmenso.

A un paso de Nazaré, Lisboa, ciudad de la que conservo, veinte años después, un recuerdo nítido, como un rumor cercano. La Lisboa de Pessoa, que caminaba sin prisa y se multiplicaba para poder sentirlo todo, sentado en un café mientras miraba pasar la ciudad. Porque su Lisboa no era solo palabras, sino territorios íntimos que le urgía compartir. Viajar también es eso: aprender a ser varios para que el mundo nos quepa mejor.

El azar ha vuelto a decidir por mí: el 18 de enero, d. m., me veré pequeña y contenta frente al faro de Nazaré. No iré a presenciar una hazaña surfera, iré a saludar a la ola para que me explique, sin saberlo, de qué está hecho el deseo. Y si el mar decide crecer entonces, lo miraré con respeto y con gratitud. Si no lo hace, también estará bien. Lo importante será estar allí, porque a veces la revelación es simple: escoger un lugar en el mundo y decir aquí. Aquí quiero estar, porque todos tenemos un lugar que deseamos ver al menos una vez, y no imagino un sitio mejor donde soplar las velas de mi cumpleaños.

3.8.25

Detrás del faro





 

Este cuadro me acompaña. Su sencillez infantil es parte de su encanto.

No sé si es de Hopper o de alguien que soñó con sus veranos, pero me da lo mismo: hay algo en este cielo, en este mar, que me recuerda lo que necesito recordar. Por eso está aquí, a esta altura, en este rincón solo mío.

No lo colgué para que lo admiraran. Lo colgué para poder mirarlo.

Me acompaña, con su faro y su silencio, para ser refugio.

Acaso no fue pintado para exhibirlo, sino para habitarlo por dentro.


23.7.25

LA DIGNIDAD DEL INTENTO (anéctoda para no olvidar lo esencial)

 



Esto no es una historia. Es apenas una anécdota —insignificante si se mide en hechos, poderosa si se mide en lo que deja—.

Verano. Julio. Las primeras horas del atardecer. El calor empieza, por fin, a retirarse. Pero yo estoy en medio de un mercadillo de playa, conocido como el de las Mil Palmeras, donde se apiñan cientos, tal vez miles de personas. Me gustan los mercadillos y aunque tengo una inclinación natural hacia la soledad —y la multitud me incomoda—, cuando se trata de un mercadillo me dejo arrastrar por la marea. Me zambullo entre los puestos repletos de objetos de todo tipo, me pruebo vestidos encima de la ropa, me detengo a mirar pulseras de cuentas, telas frescas, bisutería chillona… y, contra todo pronóstico, lo disfruto.

Cuando por fin me dispongo a volver a casa, ya no soporto más los empujones ni el bullicio; tomo el camino de la playa en busca de aire. Y es entonces cuando me doy cuenta: ¡no llevo las gafas de sol colgadas del escote de mi camiseta! Rebusco en la mochila con ansiedad. Dos veces. Tres. Nada. Las he perdido. Eran mis favoritas, nunca otras me habían gustado tanto y además eran de una colección pasada, unas gafas que ya no estarían a la venta. Mi primer impulso es rendirme. Nadie encuentra unas gafas de sol en un mercadillo lleno de gente. Sería buscar una aguja en un pajar. Pero algo me empuja, no sé si es terquedad, esperanza o simplemente un gesto de rebeldía; esa idea de que no hay que rendirse antes de intentarlo, así que regreso al lugar de los hechos.

Recorro puesto por puesto, repitiendo varias veces el itinerario de mis pasos. Callejeo, miro al suelo, pregunto. Nada. Vuelvo a empezar. Dos veces. Tres. Nada. Me mareo pero sigo. Me repito una frase que me invento para seguir caminando: al menos lo habré intentado. Y en esa frase, sencilla, hay algo parecido a la resignación.

Ya de salida, me detengo en un puesto que podría ser el primero o el último, según desde dónde se empiece el recorrido. Está abarrotado de vestidos colgados de burros —esas perchas alargadas— que se balancean con el viento. Paso la mano por la ropa como quien aparta una cortina. Y entonces con una sorpresa que no puedo explicar, las veo en el suelo. ¡Mis gafas¡ Están allí, intactas, como escondidas a propósito. No entiendo cómo han llegado hasta ese lugar, pero la alegría me golpea con la fuerza absurda de un hallazgo inútil que de pronto se vuelve sagrado. Como si estuvieran allí esperando para decirme algo. 

Salgo del mercadillo con las gafas puestas —aunque no hay sol— y subo la pequeña colina que lleva de nuevo a la playa. Y en ese momento, con la brisa en la cara y los pies llenos de arena, la revelación me alcanza. No había vuelto al mercadillo por las gafas, que ahora son lo de menos. Había vuelto por otra cosa: por el impulso de probar suerte que hay en uno cuando, en lugar de resignarse, lo intenta. Cuando decide que lo perdido aun importa. Porque a veces no se trata ni siquiera de tener esperanza, se trata de no rendirse del todo, no dar por muerto lo que aún late. 

La dignidad del intento no está en la repetición ciega ni en el autoengaño esperanzado sino en ese acto lúcido, casi instintivo, de intentarlo cuando aún tiene sentido. Cuando todavía hay una oportunidad real, aunque mínima, una posibilidad cuántica, casi imperceptible, pero viva. 

Basta con atreverse a intentarlo. Al menos una vez.

8.6.25

La belleza silenciosa



A ti

Hay vidas que transcurren lejos del ruido, sin épica ni aplausos. Son esas vidas que el tiempo no celebra, pero talla. Porque el tiempo -ese artesano sin prisa- no construye con gestos grandiosos sino con el peso lento de los días, con el roce suave de lo que insiste. Así, como una piedra al borde del mar, hay almas que se modelan sin que nadie lo note: no por lo que logran sino por lo que resisten sin quebrarse. Y a veces, cuando menos se espera, en medio de ese desgaste sin espectáculo, se abre una rendija. Y por esa rendija se cuela algo que no se puede forzar: una ternura que no pidió permiso, una forma de belleza que no necesita testigos, una dignidad tan callada que solo el tiempo -precisamente él- puede reconocer.

29.5.24

Hoy es siempre todavía

 

La vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía





No te rindas 

(Mario Benedetti)



No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo, 
aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, 
liberar el lastre, retomar el vuelo. 

No te rindas que la vida es eso, 
continuar el viaje, 
perseguir tus sueños, 
destrabar el tiempo, 
correr los escombros y destapar el cielo. 

No te rindas, por favor no cedas, 
aunque el frio queme, 
aunque el miedo muerda, 
aunque el sol se esconda y se calle el viento, 
aun hay fuego en tu alma, 
aun hay vida en tus sueños, 
porque la vida es tuya y tuyo tambien el deseo, 
porque lo has querido y porque te quiero. 

Porque existe el vino y el amor, 
es cierto, porque no hay heridas que no cure el tiempo, 
abrir las puertas quitar los cerrojos, 
abandonar las murallas que te protegieron. 

Vivir la vida y aceptar el reto, 
recuperar la risa, ensayar el canto, 
bajar la guardia y extender las manos, 
desplegar las alas e intentar de nuevo, 
celebrar la vida y retomar los cielos.

No te rindas por favor no cedas, 
aunque el frio queme, 
aunque el miedo muerda, 
aunque el sol se ponga y se calle el viento, 
aun hay fuego en tu alma, 
aun hay vida en tus sueños, 
porque cada dia es un comienzo, 
porque esta es la hora y el mejor momento, 
porque no estas sola, 
porque yo te quiero.

(K&Ñ)

24.6.22

Ojalá estuvieras aquí

Te has apagado lentamente, como la luz en los anocheceres de junio, cuando florecen las jacarandas.

A mi madre, in memoriam


(Lo escribí hace unos años…)

Tu presencia siempre cálida, el olor suave de tu piel, tu delicadeza y tus ojos tremendamente azules siempre me conmovieron. Nunca he sido arisca contigo, tampoco cariñosa ni zalamera. Me enseñaste a ser afectuosa sin excesos, el punto distante ha sido cosa mía. Hoy no has querido salir a dar un paseo, aunque sea en tu silla de ruedas: te da una pereza tremenda. Nunca te gustó pasear, cuando lo hacías era porque papá tiraba de ti. Recuerdo aquellas lejanas tardes de vuestra juventud, cuando él jugaba al tenis en el otro extremo de la ciudad y te hacía ir a recogerle cuando terminaba; tenías que hacer verdaderos esfuerzos para ir al encuentro del hombre más andarín del mundo. Te ríes cuando te recuerdo esa anécdota.

–Ay, siempre me costó arrancar –me dices sonriente.

Te gustan las anécdotas de un pasado ya distante, sobre todo las que has olvidado y se refieren a papá. Trato de recordártelas con sutileza para no entristecerte. Te observo y pienso que si te gusta rememorar es porque has sido feliz, pero entonces viene a mi memoria la imagen de aquella mañana, la peor de tu vida: tú en camisón, sentada sobre la mesa de centro del salón, llorando inconsolablemente, y papá al fondo, en vuestro cuarto, con la puerta abierta, rodeado de gente y dormido para siempre. Sentía que presenciaba el resumen de dos vidas en una y todo vuestro amor; y no pude hacer nada más que mirarte en silencio, sobrecogida por el manantial de las lágrimas del adiós eterno. Jamás te había visto llorar así, mamá.

–Cuando era soltera salía los domingos con mis amigas a pasear por el Malecón. Y al poco me sentaba en un banco y les decía que continuasen hasta el final del paseo, que yo las esperaría. Y me quedaba allí sola y tan a gusto. Siempre he sido de salir poco y caminar menos.

–Pero tú y yo lo pasamos bien. ¿Seguro que no quieres salir? ¿Mamá, qué te pasa?

-No estoy bien y no me refiero a la salud… Todos los días me levanto pensando que sólo me espera la rutina: desayunar, leer el periódico, hacer el crucigrama, vestirme, rezar, leer, comer… Todos los días lo mismo. No tengo ningún objetivo. No tengo nada que hacer. ¿Sabes? Todo lo que vine a hacer a esta vida ya lo he hecho. No me queda nada, sólo ver pasar los días, y estoy cansada. Hija, no te aflijas, pero tengo ganas de…  

-Mamá, no lo digas. Ni lo pienses. Tienes algo muy importante que hacer. Tienes que estar, estar y ¡Estar! Estar para nosotros ¿Te parece poco? ¿No te das cuenta de que te necesitamos? Todos te necesitamos, tus hijos y tus nietos, queremos que estés con nosotros. No te quieras ir, no nos hagas eso, eres una buena madre y tu obligación es estar aquí.

-Sí –respondes cerrando los ojos y asientes con la cabeza -En eso tienes razón. Pero ahora sólo soy una carga. Ya no sirvo para nada. No puedo hacer nada por vosotros.

-Precisamente, mamá, no te necesitamos para que hagas nada. Lo material lo puede hacer cualquiera, pero tú, mamá, eres insustituible. Te necesitamos, simplemente, y eso es lo importante.

-Simplemente… –repites mis palabras

Mi madre es una mujer inteligente, práctica y abnegada. Me tranquiliza pensar que me ha escuchado y que lo reflexiona, no ha trivializado mis razonamientos ni los ha considerado inconsistentes o fruto de mi imaginación desbordante, a la que responsabilizaba de mis fantasías cuando era niña. Sé que lleva tiempo pensando que ha cumplido su ciclo vital y que los días sólo demoran el final. Me parte el corazón.

- ¿Te apetece ver la televisión, mamá? Yo voy a leer una novela que me he traído.

Se reclina en el sillón, enciende el televisor y mientras zapea por los canales, yo me tiendo en el sofá, me acomodo los cojines bajo la nuca, me pongo las gafas, estiro las piernas, busco la página en la que había dejado la novela y me sumerjo en ella. La tarde transcurre plácida, por la ventana entra una húmeda brisa de otoño y empieza a oscurecer. Ella está aquí, a mi lado. Está. Necesito que estés, mamá.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me levanto, quiero coger un bolígrafo y subrayar una frase del libro que me ha gustado. Me dirijo al despacho de papá y paso junto a ella. Está abstraída frente al televisor. Vuelvo a pasar en dirección al sofá, pero me paro en seco, me arrodillo ante ella, le acaricio la mejilla y le doy un beso.

–Mamá, eres muy guapa. Te quiero mucho.

Me sorprendo yo misma. No estoy acostumbrada a estas efusiones intempestivas ni a mostrar mi afecto sin pudor.  

- ¡Qué bien! –me dice algo perpleja -, nunca me has dicho eso. Por un instante, a ella se le ilumina la cara.

Yo me quedo pesarosa por no habérselo dicho más veces. Ya no me puedo concentrar en la novela.

Sé que los días, meses o años pasarán, que la rutina lo aplastará todo y que olvidaré muchas cosas, pero el día que ya no estés recordaré con emoción esa tarde de otoño en la que te supliqué que no te marcharas, mamá. 


6.2.22

TU ÚLTIMO LIBRO


“Con similar perversión de la lógica, sentía también que para ser un escritor enorme convenía morir joven”

(“Arde este libro” Fernando Marías)




 
Junto con Mistral en poesía y Milan Kundera en prosa, eras mi escritor vivo favorito. Ahora ya no estás vivo. Me he despertado este domingo impactada por la noticia de tu muerte, que sucedió anoche, mientras, presa del insomnio, leía tu última novela. Tus libros a altas horas de la madrugada son narcotizantes, pero son los únicos que no me producen somnolencia cuando viajo al fin de la noche. Me deleitaba con tu elixir de buena literatura, de la gran literatura que me subyuga. No podía dejar de subrayar frases y hasta palabras sueltas ¿Cómo no querer recordar sentencias (una entre cientos) como: "El enamoramiento podría entenderse como una traducción de la realidad al misterioso idioma que de repente nos nace dentro, cargado de adjetivos hipnóticos y formas verbales fascinantes de descifrar", Así escribías; yo te dosificaba meticulosamente con la intención de paladear cada una de las páginas y que no se terminasen nunca. Eran (son) mi objeto de culto, junto con mi catecismo kunderiano. 

Hoy, comprensiblemente, tus amigos se desgarran y leo cientos de tuits circulando sobre ti, Fernando Marías. "El novelista bilbaíno, que ha muerto a los 63 años, alimentó su vida con la música de Lou Reed y el cine de Sam Peckinpah", escribe Manuel Vilas. Dice también: "Fernando era un rey de sí mismo, un hombre enamorado del oficio de vivir", añadiendo que pensabas que "la vida era un regalo de los dioses". Tú lo corroborabas frente a los recuerdos que te evocaba una vieja gramola: "me sentí el hombre más importante del planeta, o más simple y todavía mejor, el más afortunado y feliz". Ayer, cuando amaste, tocabas el cielo. Hoy estás allí. 

El motivo de escribirte no es hacerte un panegírico ni loar tus maravillosas virtudes como escritor y como persona, lo que ya hacen sobradamente tus desconsolados y grandes amigos (eras hombre de amigos), que te resumen como un hombre inmenso y luminoso. Solo quiero hablar de tu última novela, de la que, afortunadamente, aún me quedan algunas páginas por leer –cuento también con la valiosa herencia de algunos libros tuyos que tengo pendientes–. No voy a destriparla, solo manifestar mi admiración y gratitud, hasta ahora silentes, explicando por qué me emociona (como lo hiciste antes en otra gran obra: “La isla del padre”). Pero ésta lleva esa vitola que no querríamos pronunciar: “la última”. Quizás por eso sus frases, sus anécdotas, sus aforismos se hacen transcendentales: "Con los años he aprendido que vivir y recordar pueden ser dos formas contradictorias de lo real". No hay nada más cierto, no hay nada más terrible que cuando nos preguntamos: ¿quién soy yo más allá de ti?, no sabemos qué responder y empezamos a ser conscientes de que lo mejor de nosotros mismos siempre son los demás. En tu libro habitan la intensidad, el sentido de la vida, preguntas abisales sobre las que no tiene sentido elucubrar, detalles imperceptibles que sólo tú sabías captar: "el más mínimo acto humano puede contener una novela". Me descolocas cuando abordas nuestra debilidad más trágica (y mi tema tabú): "Triste esquina de la vejez, ser testigo lúcido de la muerte de los amantes, saber que ha muerto y por tanto ya no es nada la carne que se unió a nuestra carne para regalarnos un instante de inmortalidad". 

“Arde este libro”, suena extraño, pero qué gran título. Un libro dedicado a recordar a Sara, tu gran historia de amor: "te incineraron con una novela mía entre las manos", El alcohol es una elección personal, pero sería conveniente conocer lo que es una adicción. Un alcohólico sabe que se va a destruir, pero sigue bebiendo. Es como tener un monstruo dentro de ti, pero con vida propia, reflexiona Fernando Marías. El autor dejó de beber por los ataques de epilepsia, pero Verónica no. Eso propició la ruptura entre ellos, pero la amistad continuaría (…), un ex toxicómano no puede vivir con un toxicómano, eso propició la separación. Yo siempre tuve un complejo de culpa porque la empujé a beber y yo me salvé. Eso es lo que he curado con el libro y por eso aviso del peligro que es el alcohol". Decías en las primeras páginas de la novela: "he escrito un libro sarcófago, ¿para albergar a tu espectro o para que halle refugio el mío". No sabías que esas palabras serían tu testamento y un legado imperecedero. Resucitaste a Sara en esta novela terriblemente premonitoria ("Resucitaste. Me dijiste: Escribe") y su espectro, tras arder con tu libro entre las manos, ha venido a por ti, a llevarte con ella, dejando que, en éste libro (posiblemente el mejor de todos), halle refugio tu espectro. 

Así te habría gustado imaginarlo. Así te ha gustado escribirlo, porque intuyo que de haber sabido que ibas a morir habrías querido que éste fuese tu último libro.




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Entrevista con Fernando Marías en Página Dos "Arde este libro"
https://www.youtube.com/watch?v=uXQ8WhGT1OA

18.1.22

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES


“No comprendo cómo se puede pasar junto a un árbol y no ser feliz de verlo; hablar con un hombre, y no ser feliz de amarlo. Cuántas cosas hermosas hay a cada paso:.."  (El idiota’ de Dostoievski)


El crepúsculo de los dioses siempre me pareció un gran título. Hoy tiene una connotación festiva para mí. Desde que el esplendor en la hierba (ese otro gran título) pasó de largo por mi vida decidí pasar también de largo, y tracé un sendero zigzagueante e impredecible con el que ir sorteando cada dieciocho de enero. Cada año una vela más, cada año una ciudad distinta. Estambul primero, luego Milán y después: nada, el Covid. Este precioso y soleado día de invierno, lo más lejos que me he alejado de casa, sin riesgo de quedarme confinada en un hotel extranjero y no poder regresar, ha sido a la sombra de los árboles, ocaso bajo los árboles. Hablando con propiedad; el crepúsculo estaría reservado a los dioses inmortales, el ocaso seria para los sufridos mortales que envejecemos. 

Esta mañana lo primero que he hecho ha sido coger el libro de uno de mis escritores favoritos (y cuyo nombre no citaré), y lanzar la caña al azar sobre cualquiera de sus páginas para pescar de una de esas frases suyas que me dejan extasiada, cualquier pieza, sea un atunazo, un pez de profundidad o un pececillo insignificante, es un regalo para el paladar de una sirena. Casi de inmediato me ha entrado una pieza espectacular; los libros de mi escritor favorito son un caladero inagotable de frases y aforismos. Pág. 28: “Las epopeyas vienen determinadas por el escenario sobre el cual acontecen, y lo mismo ocurre con la historia más anónima y cotidiana. Casi todos pasamos por la vida sin que la Historia nos señale, pero compartirnos con algunos héroes, la pertenencia al lugar donde transcurre nuestra peripecia. Algo es algo”... No deberíamos pertenecer a un lugar. Nadie debería pertenecer y nunca nadie debería dejarse pertenecer. Sí deberíamos todos, sin embargo, encontrar nuestro lugar en el mundo.

¿Por qué no fuimos conscientes de que la juventud duraba tres cuartos de hora? Ahora ya no vale. Eran tiempos felices y vibrantes por la sencilla fórmula matemática de disponer de juventud. Era el tiempo en que eras la nube... hoy eres la gota de lluvia, ayer eras osada, hoy tienes mucho más de osa que de hada, y (sobre todo) ayer, cuando cumplías años, no pensabas ni falta que que hacía, y hoy descubres que sí, que se veía venir y no paras de darle vueltas: el tiempo es el valor supremo del mundo. 

Siempre me gusta lamentarme el día de mi cumpleaños, incluso varios días antes y otros tantos después, lo hago por sistema, sí, para olvidar, y por tratar de ser más auténtica por si acaso fuese verdad aquello de que lo auténtico sobrevive a cualquier tiempo y lugar. 

Y también por poner una sonrisa al día y sin embargo esa me la has puesto tú, mD, volviendo a los dulces y legendarios tiempos del esplendor en los blogs, cuando las palabras surfeaban las olas. Me gustaría levantar la vista, mirar por la ventana y haber vuelto a esos tiempos en los que me deleitaba escribiendo y leyendo los blogs amigos. Eran formidables, pero lo mejor, lo prodigioso de aquella época legendaria, por lo lejana y difuminada en el el tiempo, lo conservo (o ellos me conservan a mí) los amigos. Dos.







¿Dije sonrisa? Sonrisas y carcajadas sonoras... Me lo quedo. Mil gracias



13.11.21

El protagonista invisible






“Yo he procurado vivir siempre con la prisa relativa de llegar a la estación a tiempo de perder el tren” (José Luis Alvite)


“Reconozco que de un tiempo a esta parte he cambiado de actitud ante la vida y ya no considero importante hacer cosas pensando en que algún día pueda recordarlas. Supongo que eso me ocurre porque estoy en una edad complicada en la que las cosas que antes me causaban remordimientos, me producen ahora gases…” 

De esta forma vitriólica describe Alvite el hacerse viejo, y se agradece la ironía. La verdad es que si la mayoría de los mortales repasásemos lo vivido llegaríamos a la conclusión de que casi siempre hemos sido actores secundarios, forzosos y abnegados, y descubriremos que es algo descorazonador por muy buen papel que nos haya tocado en suerte. Tampoco sabremos cómo lo hemos hecho, si lo bordamos y merecemos un Goya (mejor aún: un Oscar) al mejor actor de reparto, o si rozamos el ridículo con una interpretación en exceso histriónica. 

    Hoy ha hecho un precioso y soleado día de otoño, pero ahora llueve suavemente. Bajo la claridad de la lámpara las ideas son como sombras, resulta fácil escribir y encontrar palabras para describir los pensamientos. La escritura trata mucho del deseo -porque la vida es deseo-, y de la muerte, aunque no hable de ella. 

    Cuando se llega a la edad a la que Alvite llama eufemísticamente “edad complicada”, sería un buen momento para cambiar de papel, ya no vas a tener mucho tiempo ni vas a tener otra vida. A esa edad, marcada por los estragos del tiempo, ya no es importante hacer cosas para el recuerdo ni construir futuros recuerdos que ya son pasado o que en su momento constituían un deber moral o un compromiso inexcusable. Lo interesante sería cambiar de registro y hacer de protagonista. Algo repentino puede pasar al llegar a la edad complicada, acaso abrazarse a uno mismo y regalarse un ahora, ese ahora que perdimos porque llegamos a la a estación con prisa relativa, pero demasiado tarde; el ahora de un pretexto para ensartar el viaje que no se hizo y no ir aún como los toros a las tablas, a recapitular vida. La vida que se dejó no fue por gusto sino por la premura de hacer de hacer dignamente el papel de secundarios.
 
    A esa edad, ya no hay objetivos que puedan ser o parecer preceptivos. Ahora o nunca hay que dar vida al protagonista, invisible por ser un viejo conocido nuevo y extraño, un protagonista desapercibido, Con total seguridad no abriría la puerta de los sueños, o las de Hollywood ni nos convertiría en estrellas, pero nos daría alas y una órbita propia. La órbita de rotación sobre el pequeño e ignoto planeta del yo, un mundo solamente nuestro. Al final seríamos como el Principito, que tiene un planeta pequeño, con solo tres volcanes (dos de ellos activos y uno no) y una rosa. 

 -¿Para qué quieres habitar a tu edad tu propio planeta, no es un poco tarde? preguntaría el pequeño príncipe con su lógica cartesiana.

 -Para nada, sólo es una estrella sin rumbo, un planeta pequeño, como el tuyo, con mucho por hacer y con solo tres cosas: papel, un lápiz y un espejo. 

Y el principito, que es un niño muy preguntón (como bien sabe todo el que ha leído el Principito) volvería a preguntar: 

-¿Para qué necesitas esas tres cosas? 

-Para nada y para todo, el papel y lápiz para reescribir la historia que quiero protagonizar, y el espejo para ver si el prota es una cara conocida o es el rostro desvaído de alguien extraño, una sombra inquieta con la estela de todo lo no vivido. 

Aplausos, plas plas plas, se baja el telón y los artistas saludan desde el escenario. Ha parado de llover y aún es temprano, pero tengo sueño y a la vez no tengo sueño, a lo mejor es cosa de estar en una edad complicada. A otros le produce gases jeje. Ya me lo decías esta mañana en relación con ese viejo Seat- 600, que podría haber sido de mi padre: A veces se tiende a asociar posibles casi imposibles. 


PD. Gracias por tenerme en tu vida.

23.7.21

El tiempo detenido


Para escuchar el canto del jilguero
vine yo al mundo.
Lo escuché en la niñez –como ya dije
en otros versos míos–,
y allí mismo aún lo oigo.
En mi carne resuena y con mi sangre gira.
¿Cómo es posible que algo como eso,
tan frágil y tan puro, tan propio y tan de nadie,
pueda estar en la vida, ser la vida,
que exista un bien tan grande y para siempre?

(En el árbol del tiempo de Eloy Sánchez Rosillo.)



Probablemente yo también vine al mundo para escuchar el canto del jilguero... Recuerdo la escena de la película de Carlos Saura "Pajarico" en la que el personaje que interpreta Paco Rabal, sentado frente a la playa observa la vida y exclama: "Qué bien se está, cuando se está bien". Para no destripar la película, pues se trata de la escena final, no voy a explicar qué le lleva a realizar esta afirmación tan aparentemente obvia con la que el personaje describe su sensación de calma y plenitud, pero sí voy a explicar su relación con el tiempo como límite, y con el instante detenido.

El tiempo limita todo, pero no mide la vida, es el vivir la vida la que mide el tiempo. Circulamos a velocidad de vértigo entre millones y millones de instantes, que solo se detienen cuando nuestros cincos sentidos se ponen en marcha simultáneamente, muchas veces de forma inconsciente. La vida a vista de pájaro, una melodía del pasado, una mañana que sabe a verano, la brisa en tu piel, el mar en tu respiración … Y sí, parece que la vida dura más tiempo. 


2.5.21

"...Hoy es siempre todavía..."



Cuando el maestro afirmó que hoy es siempre todavía nos legó la verdad más irrenunciable, la enseñanza que contiene todas las enseñanzas: la vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía. Porque hoy sólo será para siempre si es todavía; y siempre sin hoy es una cáscara hueca en donde sólo cabe la eternidad. Para llegar a ser vida, hoy y siempre se necesitan todavía.