La vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía
(Mario Benedetti)
La vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía
(Mario Benedetti)
Te has apagado lentamente, como la luz en los anocheceres de junio, cuando florecen las jacarandas.
A mi madre, in memoriam
(Lo
escribí hace unos años…)
Tu
presencia siempre cálida, el olor suave de tu piel, tu delicadeza y tus ojos
tremendamente azules siempre me conmovieron. Nunca he sido arisca contigo, tampoco
cariñosa ni zalamera. Me enseñaste a ser afectuosa sin excesos, el punto distante
ha sido cosa mía. Hoy no has querido salir a dar un paseo, aunque sea en tu
silla de ruedas: te da una pereza tremenda. Nunca te gustó pasear, cuando lo
hacías era porque papá tiraba de ti. Recuerdo aquellas lejanas tardes de
vuestra juventud, cuando él jugaba al tenis en el otro extremo de la ciudad y te
hacía ir a recogerle cuando terminaba; tenías que hacer verdaderos esfuerzos
para ir al encuentro del hombre más andarín del mundo. Te ríes cuando te
recuerdo esa anécdota.
–Ay,
siempre me costó arrancar –me dices sonriente.
Te
gustan las anécdotas de un pasado ya distante, sobre todo las que has olvidado
y se refieren a papá. Trato de recordártelas con sutileza para no entristecerte.
Te observo y pienso que si te gusta rememorar es porque has sido feliz, pero
entonces viene a mi memoria la imagen de aquella mañana, la peor de tu vida: tú
en camisón, sentada sobre la mesa de centro del salón, llorando inconsolablemente,
y papá al fondo, en vuestro cuarto, con la puerta abierta, rodeado de gente y dormido
para siempre. Sentía que presenciaba el resumen de dos vidas en una y todo
vuestro amor; y no pude hacer nada más que mirarte en silencio, sobrecogida por
el manantial de las lágrimas del adiós eterno. Jamás te había visto llorar así,
mamá.
–Cuando
era soltera salía los domingos con mis amigas a pasear por el Malecón. Y al
poco me sentaba en un banco y les decía que continuasen hasta el final del paseo,
que yo las esperaría. Y me quedaba allí sola y tan a gusto. Siempre he sido de
salir poco y caminar menos.
–Pero
tú y yo lo pasamos bien. ¿Seguro que no quieres salir? ¿Mamá, qué te pasa?
-No
estoy bien y no me refiero a la salud… Todos los días me levanto pensando que
sólo me espera la rutina: desayunar, leer el periódico, hacer el crucigrama,
vestirme, rezar, leer, comer… Todos los días lo mismo. No tengo ningún objetivo.
No tengo nada que hacer. ¿Sabes? Todo lo que vine a hacer a esta vida ya lo he
hecho. No me queda nada, sólo ver pasar los días, y estoy cansada. Hija, no te aflijas,
pero tengo ganas de…
-Mamá,
no lo digas. Ni lo pienses. Tienes algo muy importante que hacer. Tienes que
estar, estar y ¡Estar! Estar para nosotros ¿Te parece poco? ¿No te das cuenta
de que te necesitamos? Todos te necesitamos, tus hijos y tus nietos, queremos
que estés con nosotros. No te quieras ir, no nos hagas eso, eres una buena
madre y tu obligación es estar aquí.
-Sí
–respondes cerrando los ojos y asientes con la cabeza -En eso tienes razón. Pero
ahora sólo soy una carga. Ya no sirvo para nada. No puedo hacer nada por
vosotros.
-Precisamente,
mamá, no te necesitamos para que hagas nada. Lo material lo puede hacer cualquiera,
pero tú, mamá, eres insustituible. Te necesitamos, simplemente, y eso es lo
importante.
-Simplemente…
–repites mis palabras
Mi
madre es una mujer inteligente, práctica y abnegada. Me tranquiliza pensar que me
ha escuchado y que lo reflexiona, no ha trivializado mis razonamientos ni los ha
considerado inconsistentes o fruto de mi imaginación desbordante, a la que
responsabilizaba de mis fantasías cuando era niña. Sé que lleva tiempo pensando
que ha cumplido su ciclo vital y que los días sólo demoran el final. Me parte
el corazón.
-
¿Te apetece ver la televisión, mamá? Yo voy a leer una novela que me he traído.
Se
reclina en el sillón, enciende el televisor y mientras zapea por los canales, yo
me tiendo en el sofá, me acomodo los cojines bajo la nuca, me pongo las gafas,
estiro las piernas, busco la página en la que había dejado la novela y me
sumerjo en ella. La tarde transcurre plácida, por la ventana entra una húmeda
brisa de otoño y empieza a oscurecer. Ella está aquí, a mi lado. Está. Necesito
que estés, mamá.
No
sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me levanto, quiero coger un bolígrafo y
subrayar una frase del libro que me ha gustado. Me dirijo al despacho de papá y
paso junto a ella. Está abstraída frente al televisor. Vuelvo a pasar en
dirección al sofá, pero me paro en seco, me arrodillo ante ella, le acaricio la
mejilla y le doy un beso.
–Mamá,
eres muy guapa. Te quiero mucho.
Me
sorprendo yo misma. No estoy acostumbrada a estas efusiones intempestivas ni a
mostrar mi afecto sin pudor.
-
¡Qué bien! –me dice algo perpleja -, nunca me has dicho eso. Por un instante, a
ella se le ilumina la cara.
Yo
me quedo pesarosa por no habérselo dicho más veces. Ya no me puedo concentrar
en la novela.
Sé
que los días, meses o años pasarán, que la rutina lo aplastará todo y que olvidaré
muchas cosas, pero el día que ya no estés recordaré con emoción esa tarde de
otoño en la que te supliqué que no te marcharas, mamá.
“Con similar perversión de la lógica, sentía también que para ser un escritor enorme convenía morir joven”
(“Arde este libro” Fernando Marías)
“No comprendo cómo se puede pasar junto a un árbol y
no ser feliz de verlo; hablar con un hombre, y no ser feliz de amarlo. Cuántas
cosas hermosas hay a cada paso:.." (El
idiota’ de Dostoievski)
El crepúsculo de los dioses siempre me
pareció un gran título. Hoy tiene una connotación festiva para mí. Desde que el
esplendor en la hierba (ese otro gran título) pasó de largo por mi vida decidí pasar también de largo, y tracé un
sendero zigzagueante e impredecible con el que ir sorteando cada dieciocho de enero. Cada año
una vela más, cada año una ciudad distinta. Estambul primero, luego Milán y
después: nada, el Covid. Este precioso y soleado día de invierno, lo más lejos
que me he alejado de casa, sin riesgo de quedarme confinada en un hotel extranjero
y no poder regresar, ha sido a la sombra de los árboles, ocaso bajo los árboles. Hablando
con propiedad; el crepúsculo estaría reservado a los dioses inmortales, el
ocaso seria para los sufridos mortales que envejecemos.
Esta mañana lo primero que he hecho ha sido coger el libro de uno de mis escritores favoritos (y cuyo nombre no citaré), y lanzar la caña al azar sobre cualquiera de sus páginas para pescar de una de esas frases suyas que me dejan extasiada, cualquier pieza, sea un atunazo, un pez de profundidad o un pececillo insignificante, es un regalo para el paladar de una sirena. Casi de inmediato me ha entrado una pieza espectacular; los libros de mi escritor favorito son un caladero inagotable de frases y aforismos. Pág. 28: “Las epopeyas vienen determinadas por el escenario sobre el cual acontecen, y lo mismo ocurre con la historia más anónima y cotidiana. Casi todos pasamos por la vida sin que la Historia nos señale, pero compartirnos con algunos héroes, la pertenencia al lugar donde transcurre nuestra peripecia. Algo es algo”... No deberíamos pertenecer a un lugar. Nadie debería pertenecer y nunca nadie debería dejarse pertenecer. Sí deberíamos todos, sin embargo, encontrar nuestro lugar en el mundo.
¿Por qué no fuimos conscientes de que la
juventud duraba tres cuartos de hora? Ahora ya no vale. Eran tiempos felices y
vibrantes por la sencilla fórmula matemática de disponer de juventud. Era el
tiempo en que eras la nube... hoy eres la gota de lluvia, ayer eras osada, hoy
tienes mucho más de osa que de hada, y (sobre todo) ayer, cuando cumplías años,
no pensabas ni falta que que hacía, y hoy descubres que sí, que se veía venir y
no paras de darle vueltas: el tiempo es el valor supremo del mundo.
Siempre me gusta lamentarme el día de mi
cumpleaños, incluso varios días antes y otros tantos después, lo hago por
sistema, sí, para olvidar, y por tratar de ser más auténtica por si acaso fuese
verdad aquello de que lo auténtico sobrevive a cualquier tiempo y lugar.
Y también por poner una sonrisa al día y sin embargo esa me la has puesto tú, mD, volviendo a los dulces y legendarios tiempos del esplendor en los blogs, cuando las palabras surfeaban las olas. Me gustaría levantar la vista, mirar por la ventana y haber vuelto a esos tiempos en los que me deleitaba escribiendo y leyendo los blogs amigos. Eran formidables, pero lo mejor, lo prodigioso de aquella época legendaria, por lo lejana y difuminada en el el tiempo, lo conservo (o ellos me conservan a mí) los amigos. Dos.
(En el árbol
del tiempo de Eloy Sánchez Rosillo.)
La
vida es una burbuja que siempre acaba explotando. Hay vidas que ni siquiera
llegan a ser burbuja, vidas que desde el principio se enfrentan al aire sin una
fina coraza de cristal líquido. Pero hoy no quiero hablar de las vidas sin
burbujas. Voy a hablar de burbujas pinchadas, de burbujas muertas. ¿Qué es lo
que hace que la burbuja explote?: La conciencia. Es la realidad quien precipita
lo inevitable pero es la conciencia quien ejecuta. Un día, cuando tienes quince
años, mientras intentas conciliar el sueño, un pensamiento sobre la muerte te
asalta, te coge desprevenida y te aterra. Entonces piensas: seré tonta, cómo
puedo preocuparme por la muerte teniendo quince años, ya me preocuparé cuando
tenga ochenta. Lo fiamos todo a una eternidad ficticia. Entonces el temor a la
muerte nos abandona y nuestra burbuja adolescente permanece intacta,
invencible. Llegan los 40 años y el pensamiento que tuviste hace veinticinco
años vuelve a visitarte, pero esta vez con tanta fuerza que hace que te
incorpores de un salto de la cama; gotas de sudor frío acarician tus sienes.
Voy a dejar de existir, piensas, me voy a perder en la nada. La perspectiva
del "no ser" se te hace
insoportable, te cuesta respirar, quieres gritar pero sabes que no debes
despertar al silencio. Otro pensamiento, como cuando eras un adolescente, corre
presto a socorrerte del pensamiento de la muerte: ya me preocuparé cuando tenga
ochenta años. Sin embargo, aunque el pensamiento es el mismo, hay sutiles
diferencias: la burbuja ahora está algo erosionada aunque, afortunadamente, ha
aguantado el envite. Durante unos pocos minutos has adquirido conciencia de tu
caducidad, te has asomado al abismo del que sólo estás separada por la salud,
la suerte y los años. El abismo te engullirá cuando cualquiera de esos tres
muros se derrumbe. Eres finita. Es terrible. No hay burbuja que no se resienta
con tamaña evidencia. A pesar de ello, la burbuja aún no se ha evaporado,
todavía rodea tu cuerpo vistiéndote con ese matiz de ingenuidad que tanto
necesita la felicidad. No has depositado tu esperanza, como hace más de dos
décadas, en la eternidad imaginaría; esta sólo existe en la juventud porque la
juventud es eterna. Sin embargo, te has dado una tregua, un respiro: ochenta
años, razonas, no son una eternidad… pero casi. Sé que llegarán, sé que el
tiempo pasa cada vez más rápido, no obstante me queda margen. Llegan los
sesenta años y el proceso se repite y la burbuja se ve aún más dañada: no sólo
soy mortal sino que me veo separada de la muerte por una distancia ridícula,
siniestra, reflexionas. ¿Qué diferencia veinte años de veinte segundos? No
sabrías dar una respuesta inequívoca a una pregunta con una respuesta tan
inequívoca. El margen es pequeño, sí, pero existe, debes agarrarte a eso.
Sientes como un minúsculo círculo de aire penetra en la burbuja, la burbuja no
explota sino que se deshincha progresivamente. Es cuestión de tiempo. Desde el
principio todo era cuestión de tiempo. Llegan los ochentas años. ¿Y ahora qué?
No sólo la conciencia reflexiva, introspectiva, puede arrebatarte tu armadura
invisible. La conciencia de los otros (la otredad) es
igualmente dañina. Un día te dicen que menganito o menganita, a quien tú tanto
quieres o quisiste, tiene un cáncer incurable. Lo ves claro: es tan sólo
cuestión de tiempo que me ocurra. Otra vez el tiempo. Otra vez la muerte. Otra
vez una realidad que te sobrepasa. Otra vez una burbuja desangrándose. Martin
Amis decía que es la muerte de los otros la que nos mata. Cuando tenga ochenta
años… Cuando nos decimos esto no sólo intentamos que los pensamientos de la
muerte se pierdan en el tiempo. También nos intentamos convencer de que a esa
edad asumiremos la muerte, la aceptaremos como un hecho lógico adherido a la
vejez, no resultará terrible, en definitiva, no nos importará demasiado
morirnos. Tremenda equivocación. No comprendemos que ante la muerte todos somos
niños, que la edad no implica aceptación, que la muerte es un hecho inasumible:
podemos resignarnos, sentirnos atraídos, incluso podemos desearlo… pero nunca
asumirlo. Puede ser a los ochenta, a los sesenta, a los diez o a los ciento
quince años: la burbuja siempre se acaba rompiendo. Ya no podemos ignorarla:
debemos mirar a la muerte a los ojos y sostener la mirada, debemos afrontarla. Se puede afrontar de
muchas maneras, desde el empeño racional, desde la fe, etc. Es horrible pero es
necesario. No puedes actuar como si la burbuja te envolviese, ya no está. No
puedes intentar ignorarla porque entonces el único camino es la desesperación,
la indefensión más absoluta. Sin burbuja, sólo hay dos caminos: afrontamiento o
desesperación. Sin burbuja siempre queda una certeza: el peso espantoso de
aquello que no hiciste. Toda vida, por muy feliz que sea, al final siempre se
ve invadida, impregnada, por la muerte y su estela. La muerte, ya sea la
nuestra o la de los otros, hace que toda vida sea irremediablemente trágica.
Dedicado
a las burbujas vivas
El mundo está lleno de gente solitaria que no da el primer paso.
No sé dónde lo he leído o escuchado, pero esta tarde, una tarde de reencuentro, me ha hecho pensar. Pensar que el miedo y la soledad se relacionan de manera íntima. Los días llenos de ausencia engendran fantasmas, temores espectrales que se infiltran en la vida hasta detenerla. Entonces todo se reduce a no salir de ese refugio que has construido sobre las ruinas de ti mismo, en el que nunca te sientes perdido porque no tienes adonde ir. Sí, muchos están solos contra su voluntad porque el miedo les impide dar ese primer paso; sin embargo, a mí los que realmente me conmueven son los que están solos porque les da miedo no estarlo: los que se queman asomándose al infierno que son los otros, los que aún no han podido comprender que lo mejor de uno mismo son las personas que quieres.
“Cuando vuelvo la vista atrás, veo que todos esos años se han combinado
para hacerme una persona capaz de sentir la felicidad, y humildemente creo que
hasta de derramarla en un círculo muy íntimo.
(“Nada”. Carmen Laforet)
El mundo es un libro, y aquellos que no viajan sólo leen una página, sentenciaba San Agustín. Yo tenía el propósito que hacer varios viajes todos los años (cuantos más mejor) y sobre todo celebrar cada 18 de enero en una hermosa ciudad del mundo. Primero fue Estambul y hace un año, tal día como hoy, fue Milán. Por entonces se pensaba que el Covid era algo exclusivo de la China, que le había tocado la ídem por comer animales exóticos y que solo afectaría a ese inmenso y lejano país. Hoy sabemos que en aquellas precisas fechas el virus había viajado de incógnito desde Bujan y se esparcía sigilosamente por todo el mundo, siendo Milán uno de los primeros lugares en aterrizar. Ajena a todo aquello, aquél 18 de enero, en Milán, yo me sentía feliz al olvidar la progresiva y aplastante sensación de envejecer en la que inevitablemente te sumerges en cada cumpleaños a partir de los cuarenta (¿verdad Lobezno?) o desde el momento en que comprendes que la vida es un tesoro almacenado que no deja de crecer y expandirse inversamente a su fecha de caducidad.
Si la búsqueda de la belleza hace del mundo nuestro hogar, yo encontré ese hogar esa fría mañana en Milán, con los primeros rayos de sol, caminando sobre las piedras milenarias de la azotea del Duomo, absorta en la inmensa belleza del colosal espectáculo del bosque de pináculos erguidos sobre la ciudad, cortando el aire como flechas en el cielo. Acaso Leonardo, inspirado en aquel lugar escribiera la famosa frase: fija tu rumbo a una estrella y podrás navegar a través de cualquier tormenta. Sólo un año después, viajar por placer es poner rumbo a ninguna parte contra las olas de una tormenta que golpea al mundo y se complace en borrar del mapa cualquier destino. ¿Quién nos iba a decir que nuestras indescriptibles vidas darían un vuelco así? ¿Quién nos iba a decir que nuestra inmensa suerte sería esquivar un virus mortal? Esas preguntas y otras que no tienen respuesta son las que trazan las fronteras de nuestra existencia.
Porque vivir es un acontecimiento maravilloso, hoy he de celebrar un año más, lo celebro con un brillo de orgullo y fragilidad en los ojos, lo celebro con el imprescindible frío del champagne y con el calor de los recuerdos de otros cumpleaños. Lo celebro pensando en la gente que quise, que quiero y que me quiere.
Y sobre todo lo celebro con un nuevo propósito para el resto de mi vida: vivir más despacio y responder a Luis Cernuda cuando preguntaba. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un día?
A ti, que te gustaba mi forma de escribir
Hoy he recordado una historia que
sucedió en aquellos tiempos remotos y prepandémicos en los que viajaba y he pensado que quizás merecía la pena contarla,
aportando mi granito de arena al saber popular, demostrando que aquel dicho entrañablemente
racista “te han engañado como a un chino” es perfectamente equivalente a la
expresión “te han engañado como a un turista”.
Las geishas y las maikos
(aprendices de geishas) existen. Como especie a extinguir, van quedando pocas,
cada vez menos. La mayoría viven en Kioto, sobre todo en una de las calles
principales del barrio de Guion, de cuyo nombre no me acuerdo. Los turistas
(aleccionados por los guías turísticos) llegan allí al anochecer que es cuando,
si hay suerte, se deja ver alguna geisha: siempre de paso, nunca paseando. La
persecución fotográfica de la geisha es lo más parecido a una cacería incruenta,
un safari implacable que hace de las geishas gacelas que, con la cabeza baja y un
caminar apresurado, avivan las ansias depredadoras de los turistas, obsesionados
con inmortalizarlas con sus cámaras y móviles. Puedo asegurar que no es una
invención. Hablo con la autoridad moral que confiere ser una cazadora cazada:
primero fui una guiri a la caza de la geisha y después fui una geisha cazada
por unos guiris.
Había ido a Japón en un viaje
organizado, para conocer una cultura fascinante por sus contrastes, la única
motivación posible para moverme a un país tan lejano en el que nadie habla
inglés. El idioma es una barrera infranqueable y con mímica no puedes recorrer
la pequeña isla que siempre tiembla. El grupo con el que viajaba estaba
conformado mayoritariamente por jóvenes parejas de recién casados, atraídas por
la cultura del Manga y de las tecnologías de última generación. Adentrarse en
el país del sol naciente supone viajar a un futuro no distante: las televisiones,
videojuegos, consolas etc., que allí te encuentras son las que se venden en
España como la más moderna tecnología un par de años más tarde. No obstante,
siendo inmune a los encantos de las maravillas electrónicas, uno de mis grandes
objetivos al ir allí era disfrazarme de geisha. Sé que parece una excentricidad,
una impresión que no se verá refutada si admito que lo decidí un día comiendo un
arroz negro, pero esa es otra historia que ya he contado (y que muy pocos
conocen). Antes de emprender el viaje supe que algunas japonesas instruidas y
amantes de las tradiciones de su país celebran el inicio de su vida universitaria
disfrazándose de geishas como tributo a sus ancestros, un icono genuino del
país nipón. Para llevar a cabo esta noble tarea acuden a unos establecimientos
que se dedican exclusivamente a alquilar kimonos antiquísimos y otras prendas
confeccionadas con valiosas sedas, que conforman la complicada y prolija
vestimenta de una geisha; allí también las maquillan y les hacen las
fotografías de rigor para el recuerdo.
La primera tarde que pasé en
Kioto fui a Guion a pasear por sus calles y, por qué no decirlo, a acometer la caza de la geisha, apenas conseguí
hacer alguna y pronto se puso a jarrear con tanta fuerza que me tuve que
marchar. Al día siguiente volví a Guion, pero ahora con otra determinación:
sería yo la que me convertiría en una geisha. Tras un largo rato de infructuosa
búsqueda, cansada de no encontrar el establecimiento donde obraban la
transformación, harta que nadie me diera razón (porque allí nadie hablaba
inglés) y a punto de desistir, apareció ante mi vista lo que tanto anhelaba. Entonces
comprendí que todo está escrito. Una vez dentro del inmueble, una destartalada casa
de varios pisos repleta de habitaciones y roperos, tampoco puede llevar a cabo
la metamorfosis porque sólo hablaban japonés y me resultaba imposible hacerme
entender con gestos. Quiso la casualidad (o alguna deidad oriental) que en ese
momento entrase en la tienda una chica argentina que llevaba varios años
viviendo en el país con una beca y se manejaba con el japonés. Ella actuó de
intérprete y me hizo saber que el precio del alquiler de un kimono dependía de
su antigüedad. Me decidí por un kimono que costaba unos 300 euros e incluía en
el precio el resto del atuendo, las getas (vaya nombrecito), el maquillaje, una peluca y un
paseo de 15 minutos por la calle, acompañada de una especie de venerable
guardiana –cuya presencia trataba de inhibir la tentación de salir corriendo y
robar los valiosos ropajes–. Parecía (y era) un precio desorbitado, como suele ser
habitual en los caprichos extravagantes, pero ni mucho menos era el más caro,
todo dependía, como ya he contado, de la antigüedad y del bordado del kimono;
entre su catálogo se podían encontrar auténticas obras de arte.
Al fin pude saber qué siente una
geisha al enfundarse en un traje semejante. Sólo puedo decir una cosa: es impresionantemente
incómodo. Vestirse es toda una ceremonia que dura entre media hora y cuarenta y
cinco minutos, pues todo se hace lentamente y con la imprescindible ayuda de
una asistente experimentada. Me sentía como una cebolla bajo capas de diversas prendas, hasta que me apretaron una especie de corsé de un fino cartón que apenas me dejaba respirar y me sentí la señorita Escarlata de “Lo que el
viento se llevó”. Al fin, completada la transformación y tras las fotos
preceptivas, me lancé a la calle acompañada (a una distancia prudencial) de una
venerable anciana que tenía más años que un bosque. No me importaba, yo no tenía
necesidad (ni podía) aligerar el paso subida en unas getas con unos calcetines blancos a modo de mitones. Paseando por
las estrechas calles bajo los faroles me sentía la protagonista de una película
(que debería de titular “La risa nipona”), una actriz caracterizada de geisha (el
hábito no hace al monje) que transitaba por un escenario real. Avisté el final
de una de las calles cuando, de repente, apareció un grupo de turistas que se
acercaron raudos hacía mí. Escuché impasible sus comentarios: “mira, esta no se
esconde”, “a esta que va despistada podemos hacerle las fotos que queramos”… Ningún
guiri había estado tan cerca de una geisha en su puñetera vida. Me pidieron que
posara con ellos para salir todos en la foto. Yo, metida en el papel, guardaba
un recatado silencio, no gesticulaba, me mantenía impecablemente hierática, hasta
que uno dijo: ¡cuando enseñe las fotos en Sevilla no se lo van a creer!
Entonces no pude reprimir un ataque de risa. Se quedaron petrificados, mirándome
expectantes y escrutándome para comprender el motivo de mi hilaridad
descontrolada. No me quedó más remedio que romper el hechizo: “Lo siento,
acaban de hacerse fotos con una geisha de Murcia”. Comenzamos a hablar y
aceptaron muy bien la broma. Tenían tanta guasa que se pusieron a hacer cola
para hacerse más fotos de cerca, ya que nadie en Andalucía ni en el resto del mundo podría descubrir que
no era una auténtica geisha.
Días después, durante un
transbordo en un barco a la isla de…. nos juntaron a varios grupos de turistas,
seríamos unas 200 personas, aproximadamente; en mitad de la travesía se me
acercó un señor al que no había visto jamás y me dijo: “¿Usted es la geisha que
estaba el otro día en una calle de Guion haciéndose fotos con unos turistas?”
Yo le respondí: “Pues sí, ¿cómo puede saber que era yo? Es imposible que me
reconozca”.
Y él me respondió: “No la he
reconocido por su cara: la he reconocido por su risa”.
Las verdaderas (mis fotos)
La impostada, jeje