Cuando vivimos tanto que hay que pagar exceso,
hay algo en el amor como una luz suicida,
tal vez es solo eso,
y hay amores que duran algo menos que un beso,
y besos que han durado algo más que una vida.
Luis Rosales
La condición humana oscila entre lo desmesurado y lo trivial. Lo sublime y lo absurdo caminan juntos como dos sombras condenadas a seguirse; nos seduce la abrumadora idea de lo eterno y, sin embargo, nos arrastra lo inmediato, con sus pequeñas rutinas y miserias, con la comedia diaria que nos mantiene entretenidos, con su insoportable levedad —que diría Kundera—
Puede que la última ironía resida en la fragilidad del individuo y en lo
ridículo de sus aspiraciones frente a la ingobernabilidad del destino. La
conciencia de lo efímero nos deja desnudos ante nuestra realidad con una
pregunta brutal: ¿qué quedará de nosotros en este mundo cuando muramos? Acaso
el eco de una anécdota en la memoria de un hijo, o de alguien que nos quiso, tal
vez un recuerdo que despierte por azar, como una brizna alzada por el viento
sin que nadie la invoque. Y será por poco tiempo, porque con los años, cuando
también desaparezcan quienes nos recordaron, seremos menos que humo en la nada.
Ni siquiera seremos olvido.
Me gustaría creer que el olvido no mata del todo,
que ese algo esencial llamado conciencia, que vibra y siente, permanece más
allá de la vida o de un puñado de átomos ordenados por azar. Creo que hay sabios que piensan como yo, o quizá yo piense como ellos.
Todo esto lo supe cuando me enamoré.
Ocurrió hace ya más de un año y fue algo lento pero inevitable, como un designio escrito al albur de las estrellas. Primero fue el budismo:
su calma impostada, sus nobles verdades, sus meditaciones, aquel noble camino
óctuple (o como se llame) que promete la liberación del deseo justo cuando más
deseaba comprenderlo todo. Lo observé con atención, con esa mezcla de respeto y
escepticismo que uno reserva para lo que sospecha que es demasiado perfecto.
Después llegó la astrofísica. Me deslumbraron sus magnitudes incomprensibles,
las distancias siderales, el vacío, los agujeros negros, los millones de
galaxias que pueblan el universo. Descubrí que el infinito no es una
idea sino un hecho, y que la Tierra —con toda su arrogancia— apenas ocupa un
margen ridículamente diminuto en la página del cosmos. Y entonces apareció la
física cuántica.
Y ahí sí: me enamoré perdidamente. No de sus respuestas, sino de su
misterio. De esa magia rigurosa que convierte las certezas en probabilidades y
las partículas en presencias invisibles. Descubrí que existe la antimateria.
Descubrí que un electrón no está en un lugar, sino en una nube de posibilidades
que solo colapsa cuando alguien lo observa, como si la realidad necesitara ser
vista para existir. Que dos partículas pueden permanecer entrelazadas a miles
de años luz de distancia y reaccionar al unísono, como si compartieran un hilo
invisible más rápido que la luz. Que la materia surge de fluctuaciones del
vacío, un vacío que no está vacío, sino vibrando con energía latente. Que el
tiempo, a escala cuántica, pierde su dirección y la causalidad se vuelve un
rumor.
Empecé a dormir con sus voces: electrones que se comportaban como ondas,
neutrinos que apenas existen y atraviesan la materia sin dejar rastro, campos
de Higgs que conceden masa como dioses benevolentes. Y todo me resultaba profundamente hermoso por una sencilla regla de tres: cuanto más incomprensible, más bello; creo que la física no solo es ciencia es también una forma de mirar, una poética
de lo invisible. Y llegué a la conclusión de que el amor debía de ser como una
luz suicida: una fuerza improbable, inestable, que desafía la lógica, que
altera todo cuando es observada y, aun así, mantiene unido el universo —y a uno
mismo— para que no se desintegre.
Me fascina observar el mundo desde dos magnitudes que parecen opuestas y, sin embargo, se necesitan: la de lo inmensamente grande, de las que se miden en megapársecs, y la de lo infinitamente diminuto, lo indivisible, a la escala de la primigenia partícula que originó el Big Bang. Como el yin y el yang se equilibran y tal vez se complementan, porque quizás no puedan existir el uno sin el otro. Dos fuerzas que se atraen y se temen, dos sombras condenadas a seguirse.
El enamoramiento cuántico me enseñó que nunca es tarde para aprender y
mirar el mundo como se mira a través de un telescopio: con curiosidad y un poco
de vértigo.
Luego, entre esos vídeos, descubrí que me encantan los astrofísicos que se
ocupan de divulgar sus maravillosos conocimientos —Alcubierre, Michio Kaku,
Neil deGrasse—, La Lattice de Jacobo Grinberg, y a Federico Faggin. Este
último, un eminente físico que diseñó el microchip y terminó creyendo que lo
real no era la máquina, sino lo que la habita. Un día, sin previo aviso, tuvo
una experiencia que le desgarró el marco mental: se sintió rodeado, atravesado
por algo que no podía medir ni nombrar, pero que reconoció como lo más poderoso
del universo: el amor. No el amor romántico ni el emocional, ni siquiera el
humano. Un amor sin sujeto ni objeto. Un campo de conciencia viva que le
hablaba sin palabras. Desde entonces, dejó de buscar en la lógica. Aprendió a
escuchar.
Yo no he tenido una experiencia como la suya, pero algo dentro de mí
también sabe que no estamos solos, ni separados, ni perdidos. Que la conciencia
no es una función, sino un tejido. Que todo —una célula, una piedra, una
estrella— siente, recuerda, vibra.
Y bien, después de tanto universo y tanta conciencia, toca algo más
terrenal: hacer la maleta. Me voy de viaje a Suiza, no a la luna… aunque,
conociéndome, acabaré mirando las estrellas desde los Alpes, preguntándome si
serán las mismas que veo en Murcia o si, como las partículas en la física
cuántica, también cambian cuando una las mira.
Tal vez, después de todo, mirar sea la forma más sencilla —y más humana— de
seguir creando el universo.


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