Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

24 junio 2022

Ojalá estuvieras aquí

Te has apagado lentamente, como la luz en los anocheceres de junio, cuando florecen las jacarandas.

A mi madre, in memoriam


(Lo escribí hace unos años…)

Tu presencia siempre cálida, el olor suave de tu piel, tu delicadeza y tus ojos tremendamente azules siempre me conmovieron. Nunca he sido arisca contigo, tampoco cariñosa ni zalamera. Me enseñaste a ser afectuosa sin excesos, el punto distante ha sido cosa mía. Hoy no has querido salir a dar un paseo, aunque sea en tu silla de ruedas: te da una pereza tremenda. Nunca te gustó pasear, cuando lo hacías era porque papá tiraba de ti. Recuerdo aquellas lejanas tardes de vuestra juventud, cuando él jugaba al tenis en el otro extremo de la ciudad y te hacía ir a recogerle cuando terminaba; tenías que hacer verdaderos esfuerzos para ir al encuentro del hombre más andarín del mundo. Te ríes cuando te recuerdo esa anécdota.

–Ay, siempre me costó arrancar –me dices sonriente.

Te gustan las anécdotas de un pasado ya distante, sobre todo las que has olvidado y se refieren a papá. Trato de recordártelas con sutileza para no entristecerte. Te observo y pienso que si te gusta rememorar es porque has sido feliz, pero entonces viene a mi memoria la imagen de aquella mañana, la peor de tu vida: tú en camisón, sentada sobre la mesa de centro del salón, llorando inconsolablemente, y papá al fondo, en vuestro cuarto, con la puerta abierta, rodeado de gente y dormido para siempre. Sentía que presenciaba el resumen de dos vidas en una y todo vuestro amor; y no pude hacer nada más que mirarte en silencio, sobrecogida por el manantial de las lágrimas del adiós eterno. Jamás te había visto llorar así, mamá.

–Cuando era soltera salía los domingos con mis amigas a pasear por el Malecón. Y al poco me sentaba en un banco y les decía que continuasen hasta el final del paseo, que yo las esperaría. Y me quedaba allí sola y tan a gusto. Siempre he sido de salir poco y caminar menos.

–Pero tú y yo lo pasamos bien. ¿Seguro que no quieres salir? ¿Mamá, qué te pasa?

-No estoy bien y no me refiero a la salud… Todos los días me levanto pensando que sólo me espera la rutina: desayunar, leer el periódico, hacer el crucigrama, vestirme, rezar, leer, comer… Todos los días lo mismo. No tengo ningún objetivo. No tengo nada que hacer. ¿Sabes? Todo lo que vine a hacer a esta vida ya lo he hecho. No me queda nada, sólo ver pasar los días, y estoy cansada. Hija, no te aflijas, pero tengo ganas de…  

-Mamá, no lo digas. Ni lo pienses. Tienes algo muy importante que hacer. Tienes que estar, estar y ¡Estar! Estar para nosotros ¿Te parece poco? ¿No te das cuenta de que te necesitamos? Todos te necesitamos, tus hijos y tus nietos, queremos que estés con nosotros. No te quieras ir, no nos hagas eso, eres una buena madre y tu obligación es estar aquí.

-Sí –respondes cerrando los ojos y asientes con la cabeza -En eso tienes razón. Pero ahora sólo soy una carga. Ya no sirvo para nada. No puedo hacer nada por vosotros.

-Precisamente, mamá, no te necesitamos para que hagas nada. Lo material lo puede hacer cualquiera, pero tú, mamá, eres insustituible. Te necesitamos, simplemente, y eso es lo importante.

-Simplemente… –repites mis palabras

Mi madre es una mujer inteligente, práctica y abnegada. Me tranquiliza pensar que me ha escuchado y que lo reflexiona, no ha trivializado mis razonamientos ni los ha considerado inconsistentes o fruto de mi imaginación desbordante, a la que responsabilizaba de mis fantasías cuando era niña. Sé que lleva tiempo pensando que ha cumplido su ciclo vital y que los días sólo demoran el final. Me parte el corazón.

- ¿Te apetece ver la televisión, mamá? Yo voy a leer una novela que me he traído.

Se reclina en el sillón, enciende el televisor y mientras zapea por los canales, yo me tiendo en el sofá, me acomodo los cojines bajo la nuca, me pongo las gafas, estiro las piernas, busco la página en la que había dejado la novela y me sumerjo en ella. La tarde transcurre plácida, por la ventana entra una húmeda brisa de otoño y empieza a oscurecer. Ella está aquí, a mi lado. Está. Necesito que estés, mamá.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me levanto, quiero coger un bolígrafo y subrayar una frase del libro que me ha gustado. Me dirijo al despacho de papá y paso junto a ella. Está abstraída frente al televisor. Vuelvo a pasar en dirección al sofá, pero me paro en seco, me arrodillo ante ella, le acaricio la mejilla y le doy un beso.

–Mamá, eres muy guapa. Te quiero mucho.

Me sorprendo yo misma. No estoy acostumbrada a estas efusiones intempestivas ni a mostrar mi afecto sin pudor.  

- ¡Qué bien! –me dice algo perpleja -, nunca me has dicho eso. Por un instante, a ella se le ilumina la cara.

Yo me quedo pesarosa por no habérselo dicho más veces. Ya no me puedo concentrar en la novela.

Sé que los días, meses o años pasarán, que la rutina lo aplastará todo y que olvidaré muchas cosas, pero el día que ya no estés recordaré con emoción esa tarde de otoño en la que te supliqué que no te marcharas, mamá.