Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

23 julio 2025

LA DIGNIDAD DEL INTENTO (anéctoda para no olvidar lo esencial)

 



Esto no es una historia. Es apenas una anécdota —insignificante si se mide en hechos, poderosa si se mide en lo que deja—.

Verano. Julio. Las primeras horas del atardecer. El calor empieza, por fin, a retirarse. Pero yo estoy en medio de un mercadillo de playa, conocido como el de las Mil Palmeras, donde se apiñan cientos, tal vez miles de personas. Me gustan los mercadillos, y aunque tengo una inclinación natural hacia la soledad —y la multitud me incomoda—, cuando se trata de un mercadillo me dejo arrastrar por la marea. Me zambullo entre los puestos repletos de objetos de todo tipo, me pruebo vestidos encima de la ropa, me detengo a mirar pulseras de cuentas, telas frescas, bisutería chillona… y, contra todo pronóstico, lo disfruto.

Cuando por fin me dispongo a volver a casa, ya no soporto más los empujones ni el bullicio; tomo el camino de la playa, en busca de aire. Y es entonces cuando me doy cuenta: ¡no llevo las gafas de sol colgadas del escote de mi camiseta! Rebusco en la mochila con ansiedad. Dos veces. Tres. Nada. Las he perdido. Eran mis favoritas, nunca otras me habían gustado tanto y además eran de una colección pasada, imposible de encontrar. Mi primer impulso es rendirme. Nadie encuentra unas gafas de sol en un mercadillo lleno de gente. Sería buscar una aguja en un pajar. Pero algo me empuja, no sé si es terquedad, esperanza o simplemente un gesto de rebeldía; esa idea de que no hay que rendirse antes de intentarlo, así que regreso al lugar de los hechos.

Recorro puesto por puesto, repitiendo varias veces el itinerario de mis pasos. Callejeo, miro al suelo, pregunto. Nada. Vuelvo a empezar. Dos veces. Tres. Nada. Me mareo pero sigo. Me repito una frase que me invento para seguir caminando: al menos lo habré intentado. Y en esa frase, sencilla, hay algo parecido a la resignación.

Ya de salida, me detengo en un puesto que podría ser el primero o el último, según desde dónde se empiece el recorrido. Está abarrotado de vestidos colgados de burros —esas perchas alargadas— que se balancean con el viento. Paso la mano por la ropa como quien aparta una cortina. Y entonces, con una sorpresa que no puedo explicar, las veo en el suelo ¡mis gafas¡ Están allí, intactas, como escondidas a propósito. No entiendo cómo han llegado hasta ese lugar, pero la alegría me golpea con la fuerza absurda de un hallazgo inútil que de pronto se vuelve sagrado. Como si estuvieran allí espeando para decirme algo. 

Salgo del mercadillo con las gafas puestas —aunque no hay sol— y subo la pequeña colina que lleva de nuevo a la playa. Y es en ese momento, con la brisa en la cara y los pies llenos de arena, la revelación me alcanza. No era por las gafas, que ahora son lo de menos. Era por otra cosa. Es por lo que hay en uno cuando, en lugar de resignarse, vuelve. Cuando decide que lo perdido aun importa. Porque a veces no se trata ni siquiera de tener esperanza, se trata de no rendirse del todo.

No se trata de perseguir sueños sino de no dar por muerto lo que aún late. La dignidad del intento no está en la repetición ciega, ni en el autoengaño esperanzado sino en ese acto lúcido, casi instintivo, de intentarlo cuando aún tiene sentido. Cuando todavía hay una oportunidad real, aunque mínima, una posibilidad cuántica, casi imperceptible, pero viva.

A veces solo hace falta eso: intentarlo... Al menos una vez.

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