Anoche entendí algo. Vi en un vídeo a un surfista chiflado perder el miedo y
subirse a una pared de agua que parecía una ciudad avanzando. No era valentía
ciega, era una especie de pacto con el mar. Y supe que quería mirar de frente
ese pacto desde el faro de Nazaré, con el Atlántico creciendo como un animal
antiguo. No para vencerlo sino para escuchar lo que dice cuando se levanta con
furia y poder.
Las olas gigantes de Nazaré siempre me han
parecido como criaturas vivas, enormes, casi prehistóricas. Llamarlas animal antiguo es reconocerles su fuerza
mítica, como si fueran un monstruo marino que existía antes que nosotros.
Imagino el faro, la piedra que resiste, el viento que limpia la cara y deja un
sabor a sal que no se olvida. Imagino el golpe de cada ola como una frase
escrita sin palabras. Se va hasta allá para recordar que el miedo nace de una
medida equivocada y que a veces la vida solo pide quedarse de pie en el sitio
justo mientras observas lo inmenso.
A un paso de Nazaré, Lisboa, ciudad de la que
conservo, veinte años después, un recuerdo nítido, como un rumor cercano. La
Lisboa de Pessoa, que caminaba sin prisa y se multiplicaba para poder sentirlo
todo, sentado en un café mientras miraba pasar la ciudad. Porque su Lisboa no
era solo palabras, sino territorios íntimos que le urgía compartir. Viajar
también es eso: aprender a ser varios para que el mundo nos quepa mejor.
El azar ha vuelto a decidir por mí: el 18 de enero, d. m., me veré pequeña y contenta frente al faro de Nazaré. No iré a presenciar una hazaña surfera, iré a saludar a la ola para que me explique, sin saberlo, de qué está hecho el deseo. Y si el mar decide crecer entonces, lo miraré con respeto y con gratitud. Si no lo hace, también estará bien. Lo importante será estar allí, porque a veces la revelación es simple: escoger un lugar en el mundo y decir aquí. Aquí quiero estar, porque todos tenemos un lugar que deseamos ver al menos una vez, y no imagino un sitio mejor donde soplar las velas de mi cumpleaños.
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