Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

06 febrero 2018

El brillo de un sueño





    (Campoamor, febrero 2018) 


Seguía tus pasos sobre unas tablas de madera, me fijé bien y pude ver entre sus grietas unas olas gigantes que formaban ondulaciones que nunca rompían, eran tan transparentes y cristalinas que se podía atisbar la profundidad del fondo marino. Caminábamos conversando en animada charla, atravesando lugares irreales de una belleza extraordinaria; era como pasear dentro de un cuadro de Van Gohg. Era un extraño viaje, de esas raras ocasiones en que te sientes protagonista de un protagonismo conjunto alegre y fuertemente compartido. El paisaje se fue difuminando y aparecimos sobre una montaña, a un lado el mar, al otro un valle verde. Te decidiste por el valle y bajaste hacia él sentada sobre una peligrosa pared completamente vertical, como quien se tira por un tobogán. Levantaste tu mano para decirme adiós. 

No necesito ser Freud para saber que aparecías en mis sueños para no olvidarte, para saber que las olas representan Campoamor, donde charlamos por última vez viendo el mar, que los paisajes de Van Gohg eran… la vida, una vida que parecía decir que lo más valioso no es lo que tenemos sino a quién tenemos. Fue un sueño desconcertante, te soñé con la fuerza de una realidad superior, y la debilidad de sospechar que se trataba de un sueño. Me desperté asombrada pues (casi) nunca recuerdo lo que sueño, nunca con tanta nitidez y detalle, mucho menos un sueño en el que la reflexión fluye entre los pliegues del recuerdo y las capas más profundas del subconsciente. Era muy temprano y me levanté para ver amanecer, un horizonte en llamaradas se fundía en las nubes de plomo como un lienzo complejo, fantasía pura, como mi sueño. 

La vida es ese instante de consciencia que transcurre entre los dos grandes misterios, lo que hay antes de la vida y lo que hay después de la muerte. Sí, debe ser ese instante de conciencia tan insignificante y mágico como el primer beso. “Lego la nada a nadie”, escribió Borges, sabedor de que incluso la inmortalidad acabará muriendo, de que somos microscópicas motas de polvo en el calendario cósmico. Porque esas leyes sin tiempo también están sometidas al tiempo, esa monstruosa flecha cuya estela arroja infinitos ciclos que acaban evaporándose como un sueño al despertar. ¿Y a dónde se dirige la flecha? ¿Proseguirá su absurdo y recto viaje hacia el horizonte eterno? ¿O el algún momento del camino se curvará para formar el gran círculo imperecedero? En realidad, ésta es una forma muy pomposa de preguntar lo esencial, tan esencial que no sólo atañe al tiempo y al universo, sino también al amor, al placer, al dolor, a la experiencia, a los sentimientos, a los sueños y a los recuerdos, en definitiva, a nuestra vida y a todas las vidas.