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21.12.25

LA ENTROPÍA DE LA NAVIDAD



La Navidad no sucede. Se construye. Cada año el mundo gasta una energía descomunal en ordenar el caos solo por unos días, como si supiéramos que tiende a deshacerse y aun así insistimos en ponerle luces.

Eso es la entropía de la Navidad. Un esfuerzo consciente contra la deriva natural de las cosas. Una inversión casi heroica para que el desorden universal adopte durante un instante una forma amable.

Colgamos guirnaldas como quien traza un arco iris doméstico, no para iluminar sino para engañar a la realidad, para decirle al invierno que no manda, para fingir que el tiempo puede suspenderse bajo un parpadeo de colores. Sabemos que es un truco. Y aun así funciona.

Los adultos lo sabemos. Sabemos que nada vuelve, que la infancia no regresa aunque la invoquemos con villancicos y con papel de regalo. Pero también sabemos algo más peligroso: que la ilusión aún puede heredarse. Y entonces ordenamos la mesa, cocinamos más de lo necesario, fingimos sorpresa, hablamos en voz más baja. Construimos un pequeño teatro para que otros crean. Y en ese teatro, a veces, creemos también.

La Navidad es un caos ordenado, un desvío, un gesto inútil y por eso mismo esencial. Durante unas horas el mundo parece menos áspero, no porque lo sea sino porque decidimos mirarlo así. Hay una belleza particular en saber que esto basta.

También están los huecos, las sillas vacías, los nombres que no se pronuncian pero ocupan espacio. La Navidad no borra las pérdidas, las ilumina. Las vuelve visibles bajo luces suaves para que no duelan tanto, para que el recuerdo no sea una herida sino una presencia discreta sentada a nuestro lado. Quizá por eso nadie se atreve a apagar del todo las luces.

Los niños viven la Navidad desde dentro. Nosotros la rodeamos. Ellos creen. Nosotros recordamos. Y entre ambos sostenemos una ficción delicada que se parece mucho al amor.

Y entonces aparece un niño. No como héroe consciente sino como quien aún no conoce las leyes del desgaste. Con manos pequeñas reúne la nieve, la apila, la ordena. No vence al frío ni al tiempo. Solo los suspende.

Frente al desorden del mundo —enorme e invencible— el niño levanta su muñeco de nieve, torpe y sonriente. No sabe que está desafiando las leyes que rigen todo lo demás.

Y durante un instante imposible
la entropía pierde.
El corazón gana.


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