Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

28 diciembre 2014



“No podemos hablar del pasado, ni del futuro porque no existen, pero no hay presente sin pasado, ni ilusión sin futuro”





He montado un árbol de Navidad. Es un árbol sin hojas, desnudo, únicamente exhibe unas enjutas ramas de papel de plata. En él he puesto mariposas de colores, luces blancas que se encienden y se apagan, unos pajarillos de purpurina plateada, unas manzanas de cristal y unos muñecos de trapo de Papá Noel… ¡Todos colgados!  Ahora caigo en la cuenta: no es un árbol de Navidad, lo único navideño son los muñecos y parecen que están ahorcados.

No, no he montado un típico árbol de Navidad, inconscientemente he construido un símbolo: las ramas despojadas de hojas son los años que nos despojaron del tesoro de la inocencia, los muñecos que cuelgan ante el abismo representan nuestros intentos por impedir que nuestras ilusiones infantiles las engulla el olvido. No es un árbol sino un fantasma: el fantasma de navidades pasadas, un fantasma que carga con el insoportable y silente peso de los que ya no están.

Pero también es un árbol insólito, como un sueño a medida, como casi todas las cosas que me gustan y que no tienen sentido. Un árbol iconoclasta, un árbol maravillosa y conmovedoramente absurdo: como nuestra determinación de no desprendernos jamás de nuestra infancia.