Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

17 febrero 2014







He pasado la mañana flotando –literalmente- sobre las cálidas y saladas aguas de la piscina de un spa del Mar Menor. La concentración de sal en el agua es tan grande como podría ser la del Mar Muerto, con la ventaja de que no te tienes que desplazar a tan lejano lugar para experimentar la maravillosa sensación de ingravidez de flotar. Aún tengo el pelo mojado y mi piel huele a sal y a spa. Acabo de comer en el Calle Mayor, un restaurante de El Pilar de la Horadada (qué nombrecito: “de la hora dada”… me persigue el paso del tiempo). Allí por imperativo del dueño te sirven, lo quieras o no, una crujiente barra de pan de horno recién hecha, con sobrasada. Son las cuatro de la tarde, salgo a la calle y me dispongo a entrar en el coche pero he decido esperar unos minutos para recibir en la cara los rayos de un sol que ya anuncia Primavera. De la nada surge la figura de un borracho, va cantando a voz en grito: “Mi voz igual que un niñooooo, te pide con cariñoooo ven aquí y abrazameeeee…” plácidamente apoya las manos en sus hombros haciendo un gesto indescifrable, tal vez sea un abrazo pero más bien parece el desperezar de un simio. Hay momentos en los que su voz apunta maneras musicales pero desafina tanto en los agudos que no sé si está emulando a Bertín Osborne. Sonrío. Fijo la mirada en el cielo y reparo en lo altas que son las copas de los árboles.  Los árboles y los gorriones son mi dopamina natural. El sol se filtra entre las nubes y llega hasta ellos formando una cortina de luz, la voz del borracho se aleja, su figura ha desaparecido, es ya un murmullo, sólo una voz, pero aún se escucha un lejano y potente: “Porque te quiero, te quierooo, te quierooooo, te quierooooooooo y hasta el fin...” 

Tendemos a buscar la belleza en situaciones artificialmente prototípicas, en marcos aburridamente perfectos, en tópicos sin alma. Y no nos solemos detener a saborear esas situaciones absurdamente sublimes que a veces nos regala la vida. Ni resplandecientes amaneceres, ni íntimas noches estrelladas: nada iguala la fuerza emotiva de ese borracho expresando su amor a nadie en mitad de ninguna parte.
 
Apoyada en el coche, con el estómago lleno, con la piel fresca y con el sol de invierno acariciándome el rostro, aún puedo oír un eco desafinado y enternecedor asegurando que la quiere. Sonrío. Cierro los ojos. Respiro lenta y profundamente. Y entonces me regocijo en el bellísimo patetismo que me ha obsequiado una tarde de sábado cualquiera.