He pasado la
mañana flotando –literalmente- sobre las cálidas y saladas aguas de la piscina
de un spa del Mar Menor. La concentración de sal en el agua es tan grande como
podría ser la del Mar Muerto, con la ventaja de que no te tienes que desplazar a
tan lejano lugar para experimentar la maravillosa sensación de ingravidez de flotar.
Aún tengo el pelo mojado y mi piel huele a sal y a spa. Acabo de comer en el Calle
Mayor, un restaurante de El Pilar de la Horadada (qué nombrecito: “de la hora
dada”… me persigue el paso del tiempo). Allí por imperativo del dueño te
sirven, lo quieras o no, una crujiente barra de pan de horno recién hecha, con
sobrasada. Son las cuatro de la tarde, salgo a la calle y me dispongo a entrar
en el coche pero he decido esperar unos minutos para recibir en la cara los
rayos de un sol que ya anuncia Primavera. De la nada surge la figura de un
borracho, va cantando a voz en grito: “Mi voz igual que un niñooooo, te pide
con cariñoooo ven aquí y abrazameeeee…” plácidamente apoya las manos en sus
hombros haciendo un gesto indescifrable, tal vez sea un abrazo pero más bien
parece el desperezar de un simio. Hay momentos en los que su voz apunta maneras
musicales pero desafina tanto en los agudos que no sé si está emulando a Bertín
Osborne. Sonrío. Fijo la mirada en el cielo y reparo en lo altas que son las
copas de los árboles. Los árboles y los
gorriones son mi dopamina natural. El sol se filtra entre las nubes y llega
hasta ellos formando una cortina de luz, la voz del borracho se aleja, su
figura ha desaparecido, es ya un murmullo, sólo una voz, pero aún se escucha un
lejano y potente: “Porque te quiero, te quierooo, te quierooooo, te
quierooooooooo y hasta el fin...”
Tendemos a buscar la belleza en situaciones artificialmente prototípicas, en marcos aburridamente perfectos, en tópicos sin
alma. Y no nos solemos detener a saborear esas situaciones absurdamente
sublimes que a veces nos regala la vida. Ni resplandecientes amaneceres, ni
íntimas noches estrelladas: nada iguala la fuerza emotiva de ese borracho
expresando su amor a nadie en mitad de ninguna parte.
Apoyada en el coche, con el estómago lleno, con la piel fresca y con el
sol de invierno acariciándome el rostro, aún puedo oír un eco desafinado y
enternecedor asegurando que la quiere. Sonrío. Cierro los ojos. Respiro lenta y
profundamente. Y entonces me regocijo en el bellísimo patetismo que me ha
obsequiado una tarde de sábado cualquiera.