La
vida es una burbuja que siempre acaba explotando. Hay vidas que ni siquiera
llegan a ser burbuja, vidas que desde el principio se enfrentan al aire sin una
fina coraza de cristal líquido. Pero hoy no quiero hablar de las vidas sin
burbujas. Voy a hablar de burbujas pinchadas, de burbujas muertas. ¿Qué es lo
que hace que la burbuja explote?: La conciencia. Es la realidad quien precipita
lo inevitable pero es la conciencia quien ejecuta. Un día, cuando tienes quince
años, mientras intentas conciliar el sueño, un pensamiento sobre la muerte te
asalta, te coge desprevenida y te aterra. Entonces piensas: seré tonta, cómo
puedo preocuparme por la muerte teniendo quince años, ya me preocuparé cuando
tenga ochenta. Lo fiamos todo a una eternidad ficticia. Entonces el temor a la
muerte nos abandona y nuestra burbuja adolescente permanece intacta,
invencible. Llegan los 40 años y el pensamiento que tuviste hace veinticinco
años vuelve a visitarte, pero esta vez con tanta fuerza que hace que te
incorpores de un salto de la cama; gotas de sudor frío acarician tus sienes.
Voy a dejar de existir, piensas, me voy a perder en la nada. La perspectiva
del "no ser" se te hace
insoportable, te cuesta respirar, quieres gritar pero sabes que no debes
despertar al silencio. Otro pensamiento, como cuando eras un adolescente, corre
presto a socorrerte del pensamiento de la muerte: ya me preocuparé cuando tenga
ochenta años. Sin embargo, aunque el pensamiento es el mismo, hay sutiles
diferencias: la burbuja ahora está algo erosionada aunque, afortunadamente, ha
aguantado el envite. Durante unos pocos minutos has adquirido conciencia de tu
caducidad, te has asomado al abismo del que sólo estás separada por la salud,
la suerte y los años. El abismo te engullirá cuando cualquiera de esos tres
muros se derrumbe. Eres finita. Es terrible. No hay burbuja que no se resienta
con tamaña evidencia. A pesar de ello, la burbuja aún no se ha evaporado,
todavía rodea tu cuerpo vistiéndote con ese matiz de ingenuidad que tanto
necesita la felicidad. No has depositado tu esperanza, como hace más de dos
décadas, en la eternidad imaginaría; esta sólo existe en la juventud porque la
juventud es eterna. Sin embargo, te has dado una tregua, un respiro: ochenta
años, razonas, no son una eternidad… pero casi. Sé que llegarán, sé que el
tiempo pasa cada vez más rápido, no obstante me queda margen. Llegan los
sesenta años y el proceso se repite y la burbuja se ve aún más dañada: no sólo
soy mortal sino que me veo separada de la muerte por una distancia ridícula,
siniestra, reflexionas. ¿Qué diferencia veinte años de veinte segundos? No
sabrías dar una respuesta inequívoca a una pregunta con una respuesta tan
inequívoca. El margen es pequeño, sí, pero existe, debes agarrarte a eso.
Sientes como un minúsculo círculo de aire penetra en la burbuja, la burbuja no
explota sino que se deshincha progresivamente. Es cuestión de tiempo. Desde el
principio todo era cuestión de tiempo. Llegan los ochentas años. ¿Y ahora qué?
No sólo la conciencia reflexiva, introspectiva, puede arrebatarte tu armadura
invisible. La conciencia de los otros (la otredad) es
igualmente dañina. Un día te dicen que menganito o menganita, a quien tú tanto
quieres o quisiste, tiene un cáncer incurable. Lo ves claro: es tan sólo
cuestión de tiempo que me ocurra. Otra vez el tiempo. Otra vez la muerte. Otra
vez una realidad que te sobrepasa. Otra vez una burbuja desangrándose. Martin
Amis decía que es la muerte de los otros la que nos mata. Cuando tenga ochenta
años… Cuando nos decimos esto no sólo intentamos que los pensamientos de la
muerte se pierdan en el tiempo. También nos intentamos convencer de que a esa
edad asumiremos la muerte, la aceptaremos como un hecho lógico adherido a la
vejez, no resultará terrible, en definitiva, no nos importará demasiado
morirnos. Tremenda equivocación. No comprendemos que ante la muerte todos somos
niños, que la edad no implica aceptación, que la muerte es un hecho inasumible:
podemos resignarnos, sentirnos atraídos, incluso podemos desearlo… pero nunca
asumirlo. Puede ser a los ochenta, a los sesenta, a los diez o a los ciento
quince años: la burbuja siempre se acaba rompiendo. Ya no podemos ignorarla:
debemos mirar a la muerte a los ojos y sostener la mirada, debemos afrontarla. Se puede afrontar de
muchas maneras, desde el empeño racional, desde la fe, etc. Es horrible pero es
necesario. No puedes actuar como si la burbuja te envolviese, ya no está. No
puedes intentar ignorarla porque entonces el único camino es la desesperación,
la indefensión más absoluta. Sin burbuja, sólo hay dos caminos: afrontamiento o
desesperación. Sin burbuja siempre queda una certeza: el peso espantoso de
aquello que no hiciste. Toda vida, por muy feliz que sea, al final siempre se
ve invadida, impregnada, por la muerte y su estela. La muerte, ya sea la
nuestra o la de los otros, hace que toda vida sea irremediablemente trágica.
Dedicado
a las burbujas vivas