Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

24 junio 2022

Ojalá estuvieras aquí

Te has apagado lentamente, como la luz en los anocheceres de junio, cuando florecen las jacarandas.

A mi madre, in memoriam


(Lo escribí hace unos años…)

Tu presencia siempre cálida, el olor suave de tu piel, tu delicadeza y tus ojos tremendamente azules siempre me conmovieron. Nunca he sido arisca contigo, tampoco cariñosa ni zalamera. Me enseñaste a ser afectuosa sin excesos, el punto distante ha sido cosa mía. Hoy no has querido salir a dar un paseo, aunque sea en tu silla de ruedas: te da una pereza tremenda. Nunca te gustó pasear, cuando lo hacías era porque papá tiraba de ti. Recuerdo aquellas lejanas tardes de vuestra juventud, cuando él jugaba al tenis en el otro extremo de la ciudad y te hacía ir a recogerle cuando terminaba; tenías que hacer verdaderos esfuerzos para ir al encuentro del hombre más andarín del mundo. Te ríes cuando te recuerdo esa anécdota.

–Ay, siempre me costó arrancar –me dices sonriente.

Te gustan las anécdotas de un pasado ya distante, sobre todo las que has olvidado y se refieren a papá. Trato de recordártelas con sutileza para no entristecerte. Te observo y pienso que si te gusta rememorar es porque has sido feliz, pero entonces viene a mi memoria la imagen de aquella mañana, la peor de tu vida: tú en camisón, sentada sobre la mesa de centro del salón, llorando inconsolablemente, y papá al fondo, en vuestro cuarto, con la puerta abierta, rodeado de gente y dormido para siempre. Sentía que presenciaba el resumen de dos vidas en una y todo vuestro amor; y no pude hacer nada más que mirarte en silencio, sobrecogida por el manantial de las lágrimas del adiós eterno. Jamás te había visto llorar así, mamá.

–Cuando era soltera salía los domingos con mis amigas a pasear por el Malecón. Y al poco me sentaba en un banco y les decía que continuasen hasta el final del paseo, que yo las esperaría. Y me quedaba allí sola y tan a gusto. Siempre he sido de salir poco y caminar menos.

–Pero tú y yo lo pasamos bien. ¿Seguro que no quieres salir? ¿Mamá, qué te pasa?

-No estoy bien y no me refiero a la salud… Todos los días me levanto pensando que sólo me espera la rutina: desayunar, leer el periódico, hacer el crucigrama, vestirme, rezar, leer, comer… Todos los días lo mismo. No tengo ningún objetivo. No tengo nada que hacer. ¿Sabes? Todo lo que vine a hacer a esta vida ya lo he hecho. No me queda nada, sólo ver pasar los días, y estoy cansada. Hija, no te aflijas, pero tengo ganas de…  

-Mamá, no lo digas. Ni lo pienses. Tienes algo muy importante que hacer. Tienes que estar, estar y ¡Estar! Estar para nosotros ¿Te parece poco? ¿No te das cuenta de que te necesitamos? Todos te necesitamos, tus hijos y tus nietos, queremos que estés con nosotros. No te quieras ir, no nos hagas eso, eres una buena madre y tu obligación es estar aquí.

-Sí –respondes cerrando los ojos y asientes con la cabeza -En eso tienes razón. Pero ahora sólo soy una carga. Ya no sirvo para nada. No puedo hacer nada por vosotros.

-Precisamente, mamá, no te necesitamos para que hagas nada. Lo material lo puede hacer cualquiera, pero tú, mamá, eres insustituible. Te necesitamos, simplemente, y eso es lo importante.

-Simplemente… –repites mis palabras

Mi madre es una mujer inteligente, práctica y abnegada. Me tranquiliza pensar que me ha escuchado y que lo reflexiona, no ha trivializado mis razonamientos ni los ha considerado inconsistentes o fruto de mi imaginación desbordante, a la que responsabilizaba de mis fantasías cuando era niña. Sé que lleva tiempo pensando que ha cumplido su ciclo vital y que los días sólo demoran el final. Me parte el corazón.

- ¿Te apetece ver la televisión, mamá? Yo voy a leer una novela que me he traído.

Se reclina en el sillón, enciende el televisor y mientras zapea por los canales, yo me tiendo en el sofá, me acomodo los cojines bajo la nuca, me pongo las gafas, estiro las piernas, busco la página en la que había dejado la novela y me sumerjo en ella. La tarde transcurre plácida, por la ventana entra una húmeda brisa de otoño y empieza a oscurecer. Ella está aquí, a mi lado. Está. Necesito que estés, mamá.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me levanto, quiero coger un bolígrafo y subrayar una frase del libro que me ha gustado. Me dirijo al despacho de papá y paso junto a ella. Está abstraída frente al televisor. Vuelvo a pasar en dirección al sofá, pero me paro en seco, me arrodillo ante ella, le acaricio la mejilla y le doy un beso.

–Mamá, eres muy guapa. Te quiero mucho.

Me sorprendo yo misma. No estoy acostumbrada a estas efusiones intempestivas ni a mostrar mi afecto sin pudor.  

- ¡Qué bien! –me dice algo perpleja -, nunca me has dicho eso. Por un instante, a ella se le ilumina la cara.

Yo me quedo pesarosa por no habérselo dicho más veces. Ya no me puedo concentrar en la novela.

Sé que los días, meses o años pasarán, que la rutina lo aplastará todo y que olvidaré muchas cosas, pero el día que ya no estés recordaré con emoción esa tarde de otoño en la que te supliqué que no te marcharas, mamá. 


06 febrero 2022

TU ÚLTIMO LIBRO


“Con similar perversión de la lógica, sentía también que para ser un escritor enorme convenía morir joven”

(“Arde este libro” Fernando Marías)




 
Junto con Mistral en poesía y Milan Kundera en prosa, eras mi escritor vivo favorito. Ahora ya no estás vivo. Me he despertado este domingo impactada por la noticia de tu muerte, que sucedió anoche, mientras, presa del insomnio, leía tu última novela. Tus libros a altas horas de la madrugada son narcotizantes, pero son los únicos que no me producen somnolencia cuando viajo al fin de la noche. Me deleitaba con tu elixir de buena literatura, de la gran literatura que me subyuga. No podía dejar de subrayar frases y hasta palabras sueltas ¿Cómo no querer recordar sentencias (una entre cientos) como: "El enamoramiento podría entenderse como una traducción de la realidad al misterioso idioma que de repente nos nace dentro, cargado de adjetivos hipnóticos y formas verbales fascinantes de descifrar", Así escribías; yo te dosificaba meticulosamente con la intención de paladear cada una de las páginas y que no se terminasen nunca. Eran (son) mi objeto de culto, junto con mi catecismo kunderiano. 

Hoy, comprensiblemente, tus amigos se desgarran y leo cientos de tuits circulando sobre ti, Fernando Marías. "El novelista bilbaíno, que ha muerto a los 63 años, alimentó su vida con la música de Lou Reed y el cine de Sam Peckinpah", escribe Manuel Vilas. Dice también: "Fernando era un rey de sí mismo, un hombre enamorado del oficio de vivir", añadiendo que pensabas que "la vida era un regalo de los dioses". Tú lo corroborabas frente a los recuerdos que te evocaba una vieja gramola: "me sentí el hombre más importante del planeta, o más simple y todavía mejor, el más afortunado y feliz". Ayer, cuando amaste, tocabas el cielo. Hoy estás allí. 

El motivo de escribirte no es hacerte un panegírico ni loar tus maravillosas virtudes como escritor y como persona, lo que ya hacen sobradamente tus desconsolados y grandes amigos (eras hombre de amigos), que te resumen como un hombre inmenso y luminoso. Solo quiero hablar de tu última novela, de la que, afortunadamente, aún me quedan algunas páginas por leer –cuento también con la valiosa herencia de algunos libros tuyos que tengo pendientes–. No voy a destriparla, solo manifestar mi admiración y gratitud, hasta ahora silentes, explicando por qué me emociona (como lo hiciste antes en otra gran obra: “La isla del padre”). Pero ésta lleva esa vitola que no querríamos pronunciar: “la última”. Quizás por eso sus frases, sus anécdotas, sus aforismos se hacen transcendentales: "Con los años he aprendido que vivir y recordar pueden ser dos formas contradictorias de lo real". No hay nada más cierto, no hay nada más terrible que cuando nos preguntamos: ¿quién soy yo más allá de ti?, no sabemos qué responder y empezamos a ser conscientes de que lo mejor de nosotros mismos siempre son los demás. En tu libro habitan la intensidad, el sentido de la vida, preguntas abisales sobre las que no tiene sentido elucubrar, detalles imperceptibles que sólo tú sabías captar: "el más mínimo acto humano puede contener una novela". Me descolocas cuando abordas nuestra debilidad más trágica (y mi tema tabú): "Triste esquina de la vejez, ser testigo lúcido de la muerte de los amantes, saber que ha muerto y por tanto ya no es nada la carne que se unió a nuestra carne para regalarnos un instante de inmortalidad". 

“Arde este libro”, suena extraño, pero qué gran título. Un libro dedicado a recordar a Sara, tu gran historia de amor: "te incineraron con una novela mía entre las manos", El alcohol es una elección personal, pero sería conveniente conocer lo que es una adicción. Un alcohólico sabe que se va a destruir, pero sigue bebiendo. Es como tener un monstruo dentro de ti, pero con vida propia, reflexiona Fernando Marías. El autor dejó de beber por los ataques de epilepsia, pero Verónica no. Eso propició la ruptura entre ellos, pero la amistad continuaría (…), un ex toxicómano no puede vivir con un toxicómano, eso propició la separación. Yo siempre tuve un complejo de culpa porque la empujé a beber y yo me salvé. Eso es lo que he curado con el libro y por eso aviso del peligro que es el alcohol". Decías en las primeras páginas de la novela: "he escrito un libro sarcófago, ¿para albergar a tu espectro o para que halle refugio el mío". No sabías que esas palabras serían tu testamento y un legado imperecedero. Resucitaste a Sara en esta novela terriblemente premonitoria ("Resucitaste. Me dijiste: Escribe") y su espectro, tras arder con tu libro entre las manos, ha venido a por ti, a llevarte con ella, dejando que, en éste libro (posiblemente el mejor de todos), halle refugio tu espectro. 

Así te habría gustado imaginarlo. Así te ha gustado escribirlo, porque intuyo que de haber sabido que ibas a morir habrías querido que éste fuese tu último libro.




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Entrevista con Fernando Marías en Página Dos "Arde este libro"
https://www.youtube.com/watch?v=uXQ8WhGT1OA

18 enero 2022

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES


“No comprendo cómo se puede pasar junto a un árbol y no ser feliz de verlo; hablar con un hombre, y no ser feliz de amarlo. Cuántas cosas hermosas hay a cada paso:.."  (El idiota’ de Dostoievski)


El crepúsculo de los dioses siempre me pareció un gran título. Hoy tiene una connotación festiva para mí. Desde que el esplendor en la hierba (ese otro gran título) pasó de largo por mi vida decidí pasar también de largo, y tracé un sendero zigzagueante e impredecible con el que ir sorteando cada dieciocho de enero. Cada año una vela más, cada año una ciudad distinta. Estambul primero, luego Milán y después: nada, el Covid. Este precioso y soleado día de invierno, lo más lejos que me he alejado de casa, sin riesgo de quedarme confinada en un hotel extranjero y no poder regresar, ha sido a la sombra de los árboles, ocaso bajo los árboles. Hablando con propiedad; el crepúsculo estaría reservado a los dioses inmortales, el ocaso seria para los sufridos mortales que envejecemos. 

Esta mañana lo primero que he hecho ha sido coger el libro de uno de mis escritores favoritos (y cuyo nombre no citaré), y lanzar la caña al azar sobre cualquiera de sus páginas para pescar de una de esas frases suyas que me dejan extasiada, cualquier pieza, sea un atunazo, un pez de profundidad o un pececillo insignificante, es un regalo para el paladar de una sirena. Casi de inmediato me ha entrado una pieza espectacular; los libros de mi escritor favorito son un caladero inagotable de frases y aforismos. Pág. 28: “Las epopeyas vienen determinadas por el escenario sobre el cual acontecen, y lo mismo ocurre con la historia más anónima y cotidiana. Casi todos pasamos por la vida sin que la Historia nos señale, pero compartirnos con algunos héroes, la pertenencia al lugar donde transcurre nuestra peripecia. Algo es algo”... No deberíamos pertenecer a un lugar. Nadie debería pertenecer y nunca nadie debería dejarse pertenecer. Sí deberíamos todos, sin embargo, encontrar nuestro lugar en el mundo.

¿Por qué no fuimos conscientes de que la juventud duraba tres cuartos de hora? Ahora ya no vale. Eran tiempos felices y vibrantes por la sencilla fórmula matemática de disponer de juventud. Era el tiempo en que eras la nube... hoy eres la gota de lluvia, ayer eras osada, hoy tienes mucho más de osa que de hada, y (sobre todo) ayer, cuando cumplías años, no pensabas ni falta que que hacía, y hoy descubres que sí, que se veía venir y no paras de darle vueltas: el tiempo es el valor supremo del mundo. 

Siempre me gusta lamentarme el día de mi cumpleaños, incluso varios días antes y otros tantos después, lo hago por sistema, sí, para olvidar, y por tratar de ser más auténtica por si acaso fuese verdad aquello de que lo auténtico sobrevive a cualquier tiempo y lugar. 

Y también por poner una sonrisa al día y sin embargo esa me la has puesto tú, mD, volviendo a los dulces y legendarios tiempos del esplendor en los blogs, cuando las palabras surfeaban las olas. Me gustaría levantar la vista, mirar por la ventana y haber vuelto a esos tiempos en los que me deleitaba escribiendo y leyendo los blogs amigos. Eran formidables, pero lo mejor, lo prodigioso de aquella época legendaria, por lo lejana y difuminada en el el tiempo, lo conservo (o ellos me conservan a mí) los amigos. Dos.







¿Dije sonrisa? Sonrisas y carcajadas sonoras... Me lo quedo. Mil gracias



13 noviembre 2021

El protagonista invisible






“Yo he procurado vivir siempre con la prisa relativa de llegar a la estación a tiempo de perder el tren” (José Luis Alvite)


“Reconozco que de un tiempo a esta parte he cambiado de actitud ante la vida y ya no considero importante hacer cosas pensando en que algún día pueda recordarlas. Supongo que eso me ocurre porque estoy en una edad complicada en la que las cosas que antes me causaban remordimientos, me producen ahora gases…” 

De esta forma vitriólica describe Alvite el hacerse viejo, y se agradece la ironía. La verdad es que si la mayoría de los mortales repasásemos lo vivido llegaríamos a la conclusión de que casi siempre hemos sido actores secundarios, forzosos y abnegados, y descubriremos que es algo descorazonador por muy buen papel que nos haya tocado en suerte. Tampoco sabremos cómo lo hemos hecho, si lo bordamos y merecemos un Goya (mejor aún: un Oscar) al mejor actor de reparto, o si rozamos el ridículo con una interpretación en exceso histriónica. 

    Hoy ha hecho un precioso y soleado día de otoño, pero ahora llueve suavemente. Bajo la claridad de la lámpara las ideas son como sombras, resulta fácil escribir y encontrar palabras para describir los pensamientos. La escritura trata mucho del deseo -porque la vida es deseo-, y de la muerte, aunque no hable de ella. 

    Cuando se llega a la edad a la que Alvite llama eufemísticamente “edad complicada”, sería un buen momento para cambiar de papel, ya no vas a tener mucho tiempo ni vas a tener otra vida. A esa edad, marcada por los estragos del tiempo, ya no es importante hacer cosas para el recuerdo ni construir futuros recuerdos que ya son pasado o que en su momento constituían un deber moral o un compromiso inexcusable. Lo interesante sería cambiar de registro y hacer de protagonista. Algo repentino puede pasar al llegar a la edad complicada, acaso abrazarse a uno mismo y regalarse un ahora, ese ahora que perdimos porque llegamos a la a estación con prisa relativa, pero demasiado tarde; el ahora de un pretexto para ensartar el viaje que no se hizo y no ir aún como los toros a las tablas, a recapitular vida. La vida que se dejó no fue por gusto sino por la premura de hacer de hacer dignamente el papel de secundarios.
 
    A esa edad, ya no hay objetivos que puedan ser o parecer preceptivos. Ahora o nunca hay que dar vida al protagonista, invisible por ser un viejo conocido nuevo y extraño, un protagonista desapercibido, Con total seguridad no abriría la puerta de los sueños, o las de Hollywood ni nos convertiría en estrellas, pero nos daría alas y una órbita propia. La órbita de rotación sobre el pequeño e ignoto planeta del yo, un mundo solamente nuestro. Al final seríamos como el Principito, que tiene un planeta pequeño, con solo tres volcanes (dos de ellos activos y uno no) y una rosa. 

 -¿Para qué quieres habitar a tu edad tu propio planeta, no es un poco tarde? preguntaría el pequeño príncipe con su lógica cartesiana.

 -Para nada, sólo es una estrella sin rumbo, un planeta pequeño, como el tuyo, con mucho por hacer y con solo tres cosas: papel, un lápiz y un espejo. 

Y el principito, que es un niño muy preguntón (como bien sabe todo el que ha leído el Principito) volvería a preguntar: 

-¿Para qué necesitas esas tres cosas? 

-Para nada y para todo, el papel y lápiz para reescribir la historia que quiero protagonizar, y el espejo para ver si el prota es una cara conocida o es el rostro desvaído de alguien extraño, una sombra inquieta con la estela de todo lo no vivido. 

Aplausos, plas plas plas, se baja el telón y los artistas saludan desde el escenario. Ha parado de llover y aún es temprano, pero tengo sueño y a la vez no tengo sueño, a lo mejor es cosa de estar en una edad complicada. A otros le produce gases jeje. Ya me lo decías esta mañana en relación con ese viejo Seat- 600, que podría haber sido de mi padre: A veces se tiende a asociar posibles casi imposibles. 


PD. Gracias por tenerme en tu vida.

23 julio 2021

El tiempo detenido


Para escuchar el canto del jilguero
vine yo al mundo.
Lo escuché en la niñez –como ya dije
en otros versos míos–,
y allí mismo aún lo oigo.
En mi carne resuena y con mi sangre gira.
¿Cómo es posible que algo como eso,
tan frágil y tan puro, tan propio y tan de nadie,
pueda estar en la vida, ser la vida,
que exista un bien tan grande y para siempre?

(En el árbol del tiempo de Eloy Sánchez Rosillo.)



Probablemente yo también vine al mundo para escuchar el canto del jilguero... Recuerdo la escena de la película de Carlos Saura "Pajarico" en la que el personaje que interpreta Paco Rabal, sentado frente a la playa observa la vida y exclama: "Qué bien se está, cuando se está bien". Para no destripar la película, pues se trata de la escena final, no voy a explicar qué le lleva a realizar esta afirmación tan aparentemente obvia con la que el personaje describe su sensación de calma y plenitud, pero sí voy a explicar su relación con el tiempo como límite, y con el instante detenido.

El tiempo limita todo, pero no mide la vida, es el vivir la vida la que mide el tiempo. Circulamos a velocidad de vértigo entre millones y millones de instantes, que solo se detienen cuando nuestros cincos sentidos se ponen en marcha simultáneamente, muchas veces de forma inconsciente. La vida a vista de pájaro, una melodía del pasado, una mañana que sabe a verano, la brisa en tu piel, el mar en tu respiración … Y sí, parece que la vida dura más tiempo. 


02 mayo 2021

"...Hoy es siempre todavía..."



Cuando el maestro afirmó que hoy es siempre todavía nos legó la verdad más irrenunciable, la enseñanza que contiene todas las enseñanzas: la vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía. Porque hoy sólo será para siempre si es todavía; y siempre sin hoy es una cáscara hueca en donde sólo cabe la eternidad. Para llegar a ser vida, hoy y siempre se necesitan todavía.

26 abril 2021

Burbujas muertas





 Fotografía de Ana Grazhdankina


La vida es una burbuja que siempre acaba explotando. Hay vidas que ni siquiera llegan a ser burbuja, vidas que desde el principio se enfrentan al aire sin una fina coraza de cristal líquido. Pero hoy no quiero hablar de las vidas sin burbujas. Voy a hablar de burbujas pinchadas, de burbujas muertas. ¿Qué es lo que hace que la burbuja explote?: La conciencia. Es la realidad quien precipita lo inevitable pero es la conciencia quien ejecuta. Un día, cuando tienes quince años, mientras intentas conciliar el sueño, un pensamiento sobre la muerte te asalta, te coge desprevenida y te aterra. Entonces piensas: seré tonta, cómo puedo preocuparme por la muerte teniendo quince años, ya me preocuparé cuando tenga ochenta. Lo fiamos todo a una eternidad ficticia. Entonces el temor a la muerte nos abandona y nuestra burbuja adolescente permanece intacta, invencible. Llegan los 40 años y el pensamiento que tuviste hace veinticinco años vuelve a visitarte, pero esta vez con tanta fuerza que hace que te incorpores de un salto de la cama; gotas de sudor frío acarician tus sienes. Voy a dejar de existir, piensas, me voy a perder en la nada. La perspectiva del "no ser" se te hace insoportable, te cuesta respirar, quieres gritar pero sabes que no debes despertar al silencio. Otro pensamiento, como cuando eras un adolescente, corre presto a socorrerte del pensamiento de la muerte: ya me preocuparé cuando tenga ochenta años. Sin embargo, aunque el pensamiento es el mismo, hay sutiles diferencias: la burbuja ahora está algo erosionada aunque, afortunadamente, ha aguantado el envite. Durante unos pocos minutos has adquirido conciencia de tu caducidad, te has asomado al abismo del que sólo estás separada por la salud, la suerte y los años. El abismo te engullirá cuando cualquiera de esos tres muros se derrumbe. Eres finita. Es terrible. No hay burbuja que no se resienta con tamaña evidencia. A pesar de ello, la burbuja aún no se ha evaporado, todavía rodea tu cuerpo vistiéndote con ese matiz de ingenuidad que tanto necesita la felicidad. No has depositado tu esperanza, como hace más de dos décadas, en la eternidad imaginaría; esta sólo existe en la juventud porque la juventud es eterna. Sin embargo, te has dado una tregua, un respiro: ochenta años, razonas, no son una eternidad… pero casi. Sé que llegarán, sé que el tiempo pasa cada vez más rápido, no obstante me queda margen. Llegan los sesenta años y el proceso se repite y la burbuja se ve aún más dañada: no sólo soy mortal sino que me veo separada de la muerte por una distancia ridícula, siniestra, reflexionas. ¿Qué diferencia veinte años de veinte segundos? No sabrías dar una respuesta inequívoca a una pregunta con una respuesta tan inequívoca. El margen es pequeño, sí, pero existe, debes agarrarte a eso. Sientes como un minúsculo círculo de aire penetra en la burbuja, la burbuja no explota sino que se deshincha progresivamente. Es cuestión de tiempo. Desde el principio todo era cuestión de tiempo. Llegan los ochentas años. ¿Y ahora qué? No sólo la conciencia reflexiva, introspectiva, puede arrebatarte tu armadura invisible. La conciencia de los otros (la otredad) es igualmente dañina. Un día te dicen que menganito o menganita, a quien tú tanto quieres o quisiste, tiene un cáncer incurable. Lo ves claro: es tan sólo cuestión de tiempo que me ocurra. Otra vez el tiempo. Otra vez la muerte. Otra vez una realidad que te sobrepasa. Otra vez una burbuja desangrándose. Martin Amis decía que es la muerte de los otros la que nos mata. Cuando tenga ochenta años… Cuando nos decimos esto no sólo intentamos que los pensamientos de la muerte se pierdan en el tiempo. También nos intentamos convencer de que a esa edad asumiremos la muerte, la aceptaremos como un hecho lógico adherido a la vejez, no resultará terrible, en definitiva, no nos importará demasiado morirnos. Tremenda equivocación. No comprendemos que ante la muerte todos somos niños, que la edad no implica aceptación, que la muerte es un hecho inasumible: podemos resignarnos, sentirnos atraídos, incluso podemos desearlo… pero nunca asumirlo. Puede ser a los ochenta, a los sesenta, a los diez o a los ciento quince años: la burbuja siempre se acaba rompiendo. Ya no podemos ignorarla: debemos mirar a la muerte a los ojos y sostener la mirada, debemos afrontarla. Se puede afrontar de muchas maneras, desde el empeño racional, desde la fe, etc. Es horrible pero es necesario. No puedes actuar como si la burbuja te envolviese, ya no está. No puedes intentar ignorarla porque entonces el único camino es la desesperación, la indefensión más absoluta. Sin burbuja, sólo hay dos caminos: afrontamiento o desesperación. Sin burbuja siempre queda una certeza: el peso espantoso de aquello que no hiciste. Toda vida, por muy feliz que sea, al final siempre se ve invadida, impregnada, por la muerte y su estela. La muerte, ya sea la nuestra o la de los otros, hace que toda vida sea irremediablemente trágica.

Dedicado a las burbujas vivas


09 febrero 2021

El club de los solitarios

 

El mundo está lleno de gente solitaria que no da el primer paso

No sé dónde lo he leído o escuchado, pero esta tarde, una tarde de reencuentro, me ha hecho pensar. Pensar que el miedo y la soledad se relacionan de manera íntima. Los días llenos de ausencia engendran fantasmas, temores espectrales que se infiltran en la vida hasta detenerla. Entonces todo se reduce a no salir de ese refugio que has construido sobre las ruinas de ti mismo, en el que nunca te sientes perdido porque no tienes adonde ir. Sí, muchos están solos contra su voluntad porque el miedo les impide dar ese primer paso; sin embargo, a mí los que realmente me conmueven son los que están solos porque les da miedo no estarlo: los que se queman asomándose al infierno que son los otros, los que aún no han podido comprender que lo mejor de uno mismo son las personas que quieres. 










18 enero 2021

UN FRÍO 18 DE ENERO

 


“Cuando vuelvo la vista atrás, veo que todos esos años se han combinado para hacerme una persona capaz de sentir la felicidad, y humildemente creo que hasta de derramarla en un círculo muy íntimo.

(“Nada”. Carmen Laforet)

 





El mundo es un libro, y aquellos que no viajan sólo leen una página, sentenciaba San Agustín. Yo tenía el propósito que hacer varios viajes todos los años (cuantos más mejor) y sobre todo celebrar cada 18 de enero en una hermosa ciudad del mundo. Primero fue Estambul y hace un año, tal día como hoy, fue Milán. Por entonces se pensaba que el Covid era algo exclusivo de la China, que le había tocado la ídem por comer animales exóticos y que solo afectaría a ese inmenso y lejano país. Hoy sabemos que en aquellas precisas fechas el virus había viajado de incógnito desde Bujan y se esparcía sigilosamente por todo el mundo, siendo Milán uno de los primeros lugares en aterrizar. Ajena a todo aquello, aquél 18 de enero, en Milán, yo me sentía feliz al olvidar la progresiva y aplastante sensación de envejecer en la que inevitablemente te sumerges en cada cumpleaños a partir de los cuarenta (¿verdad Lobezno?) o desde el momento en que comprendes que la vida es un tesoro almacenado que no deja de crecer y expandirse inversamente a su fecha de caducidad.

Si la búsqueda de la belleza hace del mundo nuestro hogar, yo encontré ese hogar esa fría mañana en Milán, con los primeros rayos de sol, caminando sobre las piedras milenarias de la azotea del Duomo, absorta en la inmensa belleza del colosal espectáculo del bosque de pináculos erguidos sobre la ciudad, cortando el aire como flechas en el cielo. Acaso Leonardo, inspirado en aquel lugar escribiera la famosa frase: fija tu rumbo a una estrella y podrás navegar a través de cualquier tormenta. Sólo un año después, viajar por placer es poner rumbo a ninguna parte contra las olas de una tormenta que golpea al mundo y se complace en borrar del mapa cualquier destino. ¿Quién nos iba a decir que nuestras indescriptibles vidas darían un vuelco así? ¿Quién nos iba a decir que nuestra inmensa suerte sería esquivar un virus mortal? Esas preguntas y otras que no tienen respuesta son las que trazan las fronteras de nuestra existencia.  

Porque vivir es un acontecimiento maravilloso, hoy he de celebrar un año más, lo celebro con un brillo de orgullo y fragilidad en los ojos, lo celebro con el imprescindible frío del champagne y con el calor de los recuerdos de otros cumpleaños. Lo celebro pensando en la gente que quise, que quiero y que me quiere. 

Y sobre todo lo celebro con un nuevo propósito para el resto de mi vida: vivir más despacio y responder a Luis Cernuda cuando preguntaba. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un día? 


23 diciembre 2020

Gacelas en la isla que siempre tiembla



A ti, que te gustaba mi forma de escribir



Hoy he recordado una historia que sucedió en aquellos tiempos remotos y prepandémicos en los que viajaba y he pensado que quizás merecía la pena contarla, aportando mi granito de arena al saber popular, demostrando que aquel dicho entrañablemente racista “te han engañado como a un chino” es perfectamente equivalente a la expresión “te han engañado como a un turista”.

Las geishas y las maikos (aprendices de geishas) existen. Como especie a extinguir, van quedando pocas, cada vez menos. La mayoría viven en Kioto, sobre todo en una de las calles principales del barrio de Guion, de cuyo nombre no me acuerdo. Los turistas (aleccionados por los guías turísticos) llegan allí al anochecer que es cuando, si hay suerte, se deja ver alguna geisha: siempre de paso, nunca paseando. La persecución fotográfica de la geisha es lo más parecido a una cacería incruenta, un safari implacable que hace de las geishas gacelas que, con la cabeza baja y un caminar apresurado, avivan las ansias depredadoras de los turistas, obsesionados con inmortalizarlas con sus cámaras y móviles. Puedo asegurar que no es una invención. Hablo con la autoridad moral que confiere ser una cazadora cazada: primero fui una guiri a la caza de la geisha y después fui una geisha cazada por unos guiris.

Había ido a Japón en un viaje organizado, para conocer una cultura fascinante por sus contrastes, la única motivación posible para moverme a un país tan lejano en el que nadie habla inglés. El idioma es una barrera infranqueable y con mímica no puedes recorrer la pequeña isla que siempre tiembla. El grupo con el que viajaba estaba conformado mayoritariamente por jóvenes parejas de recién casados, atraídas por la cultura del Manga y de las tecnologías de última generación. Adentrarse en el país del sol naciente supone viajar a un futuro no distante: las televisiones, videojuegos, consolas etc., que allí te encuentras son las que se venden en España como la más moderna tecnología un par de años más tarde. No obstante, siendo inmune a los encantos de las maravillas electrónicas, uno de mis grandes objetivos al ir allí era disfrazarme de geisha. Sé que parece una excentricidad, una impresión que no se verá refutada si admito que lo decidí un día comiendo un arroz negro, pero esa es otra historia que ya he contado (y que muy pocos conocen). Antes de emprender el viaje supe que algunas japonesas instruidas y amantes de las tradiciones de su país celebran el inicio de su vida universitaria disfrazándose de geishas como tributo a sus ancestros, un icono genuino del país nipón. Para llevar a cabo esta noble tarea acuden a unos establecimientos que se dedican exclusivamente a alquilar kimonos antiquísimos y otras prendas confeccionadas con valiosas sedas, que conforman la complicada y prolija vestimenta de una geisha; allí también las maquillan y les hacen las fotografías de rigor para el recuerdo.

La primera tarde que pasé en Kioto fui a Guion a pasear por sus calles y, por qué no decirlo, a acometer la caza de la geisha, apenas conseguí hacer alguna y pronto se puso a jarrear con tanta fuerza que me tuve que marchar. Al día siguiente volví a Guion, pero ahora con otra determinación: sería yo la que me convertiría en una geisha. Tras un largo rato de infructuosa búsqueda, cansada de no encontrar el establecimiento donde obraban la transformación, harta que nadie me diera razón (porque allí nadie hablaba inglés) y a punto de desistir, apareció ante mi vista lo que tanto anhelaba. Entonces comprendí que todo está escrito. Una vez dentro del inmueble, una destartalada casa de varios pisos repleta de habitaciones y roperos, tampoco puede llevar a cabo la metamorfosis porque sólo hablaban japonés y me resultaba imposible hacerme entender con gestos. Quiso la casualidad (o alguna deidad oriental) que en ese momento entrase en la tienda una chica argentina que llevaba varios años viviendo en el país con una beca y se manejaba con el japonés. Ella actuó de intérprete y me hizo saber que el precio del alquiler de un kimono dependía de su antigüedad. Me decidí por un kimono que costaba unos 300 euros e incluía en el precio el resto del atuendo, las getas (vaya nombrecito), el maquillaje, una peluca y un paseo de 15 minutos por la calle, acompañada de una especie de venerable guardiana –cuya presencia trataba de inhibir la tentación de salir corriendo y robar los valiosos ropajes–. Parecía (y era) un precio desorbitado, como suele ser habitual en los caprichos extravagantes, pero ni mucho menos era el más caro, todo dependía, como ya he contado, de la antigüedad y del bordado del kimono; entre su catálogo se podían encontrar auténticas obras de arte.

Al fin pude saber qué siente una geisha al enfundarse en un traje semejante. Sólo puedo decir una cosa: es impresionantemente incómodo. Vestirse es toda una ceremonia que dura entre media hora y cuarenta y cinco minutos, pues todo se hace lentamente y con la imprescindible ayuda de una asistente experimentada. Me sentía como una cebolla bajo capas de diversas prendas, hasta que me apretaron una especie de corsé de un fino cartón que apenas me dejaba respirar y me sentí la señorita Escarlata de “Lo que el viento se llevó”. Al fin, completada la transformación y tras las fotos preceptivas, me lancé a la calle acompañada (a una distancia prudencial) de una venerable anciana que tenía más años que un bosque. No me importaba, yo no tenía necesidad (ni podía) aligerar el paso subida en unas getas con unos calcetines blancos a modo de mitones. Paseando por las estrechas calles bajo los faroles me sentía la protagonista de una película (que debería de titular “La risa nipona”), una actriz caracterizada de geisha (el hábito no hace al monje) que transitaba por un escenario real. Avisté el final de una de las calles cuando, de repente, apareció un grupo de turistas que se acercaron raudos hacía mí. Escuché impasible sus comentarios: “mira, esta no se esconde”, “a esta que va despistada podemos hacerle las fotos que queramos”… Ningún guiri había estado tan cerca de una geisha en su puñetera vida. Me pidieron que posara con ellos para salir todos en la foto. Yo, metida en el papel, guardaba un recatado silencio, no gesticulaba, me mantenía impecablemente hierática, hasta que uno dijo: ¡cuando enseñe las fotos en Sevilla no se lo van a creer! Entonces no pude reprimir un ataque de risa. Se quedaron petrificados, mirándome expectantes y escrutándome para comprender el motivo de mi hilaridad descontrolada. No me quedó más remedio que romper el hechizo: “Lo siento, acaban de hacerse fotos con una geisha de Murcia”. Comenzamos a hablar y aceptaron muy bien la broma. Tenían tanta guasa que se pusieron a hacer cola para hacerse más fotos de cerca, ya que nadie en Andalucía ni en el resto del mundo podría descubrir que no era una auténtica geisha.

Días después, durante un transbordo en un barco a la isla de…. nos juntaron a varios grupos de turistas, seríamos unas 200 personas, aproximadamente; en mitad de la travesía se me acercó un señor al que no había visto jamás y me dijo: “¿Usted es la geisha que estaba el otro día en una calle de Guion haciéndose fotos con unos turistas?” Yo le respondí: “Pues sí, ¿cómo puede saber que era yo? Es imposible que me reconozca”.  

Y él me respondió: “No la he reconocido por su cara: la he reconocido por su risa”.




Las verdaderas (mis fotos)












La impostada, jeje






18 abril 2020

El otro lado del espejo



Mi corazón espera 
también, hacia la luz y hacia la vida, 
que llegue la primavera 








Es un día luminoso y frío de abril, los relojes dan las trece… Me asomo a la ventana a recibir el sol y a respirar, no hay humo ni contaminación, mecido tímidamente en el viento me llega el olor al azahar de esta primavera extraña. Muchas mañanas me despierto tarde, como si hubiera vuelto a mi primera juventud (cuando madrugar era un suplicio) como si las hormonas del tiempo me hubieran regresado a mis mejores años. Nada más abrir los ojos no puedo evitar girar el cuello y fijar la vista en el despertador repitiendo la sensación de estar sumergida en la lenta monotonía de un bucle en el que sé de antemano lo que va a pasar, el mismo tiempo y el mismo lugar, como le pasaba a Bill Murray en el día de la marmota. Nunca había escuchado tan nítido el canto de los pájaros en la ciudad, creo que les damos pena, los hombres tampoco estamos hechos para vivir enjaulados. Por la carretera pasa un camión militar, también pasa una chica joven empujando un carrito de la compra, lleva una mascarilla que tapa su boca y nariz y aun así se ve que es preciosa ¿Cómo se llamará? tiene aspecto de llamarse Ana Karenina, pero quien atrae mi mirada es un hombre a paso rápido y decidido, como si fuera un peregrino por el Camino de Santiago, tiene aspecto de llamarse Ernst Hemingway. Desde una ventana del vecindario sale la voz de Sabina preguntando: “Quién me ha robado el mes de abril” ... la canción no podía venir más a propósito. Recibo un whassap que me saca de mis pensamientos, le contesto: 
no hay mucho que contar 
es (otro) día de malas noticias, de encierro
me duelen los huesos de no moverme 
estoy más indignada que desanimada 
-Me responde animándome a escribir, sabe cómo hacerlo: 
escribe, puedes sacar a la luz tu indignación,
decir basta y disentir en el modo de proceder de unos ineptos es un grito de libertad
y eso también es… un instante de belleza. 

Voy a cometer la temeridad de hacerlo, después de mucho tiempo. Bueno, creo que ya lo estoy haciendo. 

 “Era un día luminoso y frío de abril, los relojes daban las trece…” Así comienza la novela de ciencia ficción de George Orwel “1984” Lo que voy a resumir brevemente supera la ficción orwelliana. Me permitiré las metáforas porque nunca he sabido escribir sin ellas y porque me gustan, pero quiero dejar claro que los hechos narrados son fieles a la realidad como es fácil comprobar. La historia de esta catástrofe humana comienza así: un chino en China una buena mañana se come un murciélago (por simplificar) y al poco tiempo se declara la epidemia del siglo XXI y mueren miles de personas en el mundo. Son exterminados por un trozo de ADN, nombre científico Covid-19 Coronavirus. No es un organismo vivo, como muchos piensan, es una molécula de proteína envuelta por una capa de lípido (grasa) que al ser absorbidas por las células de la mucosa humana mutan su código genético y se convierten en células agresoras y multiplicadoras. Su imparable expansión genera cifras exponenciales; entre contagiados y muertos se supera el millón. Los recursos sanitarios escasean hasta hacerse necesario decidir quién tiene más oportunidades de vivir. Casi siempre son los ancianos los que pierden la partida, muchos aparecen muertos en sus residencias: “La UME halló este sábado once cadáveres en una residencia de ancianos en la localidad de…”. reza uno de tantos luctuosos y tremendos titulares. 

La realidad de esta fábula macabra ha superado tanto lo imaginable que los límites entre la vida y la imaginación son difusos; un estornudo es un proyectil letal, envuelta en un beso puedes recibir una sentencia de muerte… Como Alicia en el país de las Maravillas hemos atravesado el espejo para llegar al país de lo inaudito, donde un palacio de hielo se transforma en una morgue, un hotel en un hospital, un hospital en un campo de batalla, y se lucha contra un enemigo invisible, que en realidad es débil pues se desintegra entre pompas de jabón… Lo que salva es quedarse en casa, sólo podemos recluirnos y esperar… que no es poco. Muchas cosas importantes han dejado de serlo, somos sombras que añoran el final del túnel, mientras que la tenue luz que se cuela por las rendijas, como en la caverna platónica, proyecta sombras de gigantes. Son la resistencia. Unidos pero no escondidos, en primera línea, llevan guantes y mascarillas por armas, batas y bolsas de plástico por escudos. También hay otras sombras pequeñas, dramáticamente mediocres y vacilantes, entregadas al equivocado propósito de la supervivencia política. No pondré nombres a sus rostros, no es necesario, pues las caretas caen por sí solas como cae la fruta madura. Qué difícil es intentar comprender por qué atravesamos el espejo cuando se veía lo que había tras él, bastaba con mirar a los chinos y a los vecinos… ¿Cuánto va a durar la vida al otro lado del espejo, qué va a pasar después? 

 “Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado”. Así termina la visionaria novela de Orwell… Cierro la ventana, me meto en casa, tengo frío... dos lágrimas resbalan por mi mejilla, me conmueve pensar que un día (al fin) dejaremos de escuchar la vieja y machacona melodía de que resistiremos para seguir viviendo, y que ese día la única perfección lograda será saber que al otro lado del espejo existe un sufrimiento más desgarrador que la muerte: despedirse de la vida de la forma más triste y sobrecogedora posible, en la suprema soledad, sin un último beso, sin un último adiós. 

 A ellos

14 noviembre 2019

Otoño en Sinaia


"La ninfa Eranz esparcía el noviembre otoñoso, los gráciles movimientos acompañaban las formas de su silueta. Bajo sus pies, una hermosa danza se escucha bajo el crepitar de las hojas marchitas, hojas áureas y rojas, decadencia de otra hermosura, otra estación que reclama su retorno. 
Eranz se acerca con sigilo, con poco ruido, pues no quiere despertar al duro y frío invierno, ni quiere que Bóreas le susurre al oído, solo quiere perpetuar el estallido de color, de igual forma que los mortales observan la lencería del alma de una diosa".

(Tan bonito comentario merece salir del anonimato)


Fui a Sinaia (Rumanía) a una boda y me encontré el Otoño. Un otoño como nunca había visto otro.