Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

23 diciembre 2020

Gacelas en la isla que siempre tiembla



A ti, que te gustaba mi forma de escribir



Hoy he recordado una historia que sucedió en aquellos tiempos remotos y prepandémicos en los que viajaba y he pensado que quizás merecía la pena contarla, aportando mi granito de arena al saber popular, demostrando que aquel dicho entrañablemente racista “te han engañado como a un chino” es perfectamente equivalente a la expresión “te han engañado como a un turista”.

Las geishas y las maikos (aprendices de geishas) existen. Como especie a extinguir, van quedando pocas, cada vez menos. La mayoría viven en Kioto, sobre todo en una de las calles principales del barrio de Guion, de cuyo nombre no me acuerdo. Los turistas (aleccionados por los guías turísticos) llegan allí al anochecer que es cuando, si hay suerte, se deja ver alguna geisha: siempre de paso, nunca paseando. La persecución fotográfica de la geisha es lo más parecido a una cacería incruenta, un safari implacable que hace de las geishas gacelas que, con la cabeza baja y un caminar apresurado, avivan las ansias depredadoras de los turistas, obsesionados con inmortalizarlas con sus cámaras y móviles. Puedo asegurar que no es una invención. Hablo con la autoridad moral que confiere ser una cazadora cazada: primero fui una guiri a la caza de la geisha y después fui una geisha cazada por unos guiris.

Había ido a Japón en un viaje organizado, para conocer una cultura fascinante por sus contrastes, la única motivación posible para moverme a un país tan lejano en el que nadie habla inglés. El idioma es una barrera infranqueable y con mímica no puedes recorrer la pequeña isla que siempre tiembla. El grupo con el que viajaba estaba conformado mayoritariamente por jóvenes parejas de recién casados, atraídas por la cultura del Manga y de las tecnologías de última generación. Adentrarse en el país del sol naciente supone viajar a un futuro no distante: las televisiones, videojuegos, consolas etc., que allí te encuentras son las que se venden en España como la más moderna tecnología un par de años más tarde. No obstante, siendo inmune a los encantos de las maravillas electrónicas, uno de mis grandes objetivos al ir allí era disfrazarme de geisha. Sé que parece una excentricidad, una impresión que no se verá refutada si admito que lo decidí un día comiendo un arroz negro, pero esa es otra historia que ya he contado (y que muy pocos conocen). Antes de emprender el viaje supe que algunas japonesas instruidas y amantes de las tradiciones de su país celebran el inicio de su vida universitaria disfrazándose de geishas como tributo a sus ancestros, un icono genuino del país nipón. Para llevar a cabo esta noble tarea acuden a unos establecimientos que se dedican exclusivamente a alquilar kimonos antiquísimos y otras prendas confeccionadas con valiosas sedas, que conforman la complicada y prolija vestimenta de una geisha; allí también las maquillan y les hacen las fotografías de rigor para el recuerdo.

La primera tarde que pasé en Kioto fui a Guion a pasear por sus calles y, por qué no decirlo, a acometer la caza de la geisha, apenas conseguí hacer alguna y pronto se puso a jarrear con tanta fuerza que me tuve que marchar. Al día siguiente volví a Guion, pero ahora con otra determinación: sería yo la que me convertiría en una geisha. Tras un largo rato de infructuosa búsqueda, cansada de no encontrar el establecimiento donde obraban la transformación, harta que nadie me diera razón (porque allí nadie hablaba inglés) y a punto de desistir, apareció ante mi vista lo que tanto anhelaba. Entonces comprendí que todo está escrito. Una vez dentro del inmueble, una destartalada casa de varios pisos repleta de habitaciones y roperos, tampoco puede llevar a cabo la metamorfosis porque sólo hablaban japonés y me resultaba imposible hacerme entender con gestos. Quiso la casualidad (o alguna deidad oriental) que en ese momento entrase en la tienda una chica argentina que llevaba varios años viviendo en el país con una beca y se manejaba con el japonés. Ella actuó de intérprete y me hizo saber que el precio del alquiler de un kimono dependía de su antigüedad. Me decidí por un kimono que costaba unos 300 euros e incluía en el precio el resto del atuendo, las getas (vaya nombrecito), el maquillaje, una peluca y un paseo de 15 minutos por la calle, acompañada de una especie de venerable guardiana –cuya presencia trataba de inhibir la tentación de salir corriendo y robar los valiosos ropajes–. Parecía (y era) un precio desorbitado, como suele ser habitual en los caprichos extravagantes, pero ni mucho menos era el más caro, todo dependía, como ya he contado, de la antigüedad y del bordado del kimono; entre su catálogo se podían encontrar auténticas obras de arte.

Al fin pude saber qué siente una geisha al enfundarse en un traje semejante. Sólo puedo decir una cosa: es impresionantemente incómodo. Vestirse es toda una ceremonia que dura entre media hora y cuarenta y cinco minutos, pues todo se hace lentamente y con la imprescindible ayuda de una asistente experimentada. Me sentía como una cebolla bajo capas de diversas prendas, hasta que me apretaron una especie de corsé de un fino cartón que apenas me dejaba respirar y me sentí la señorita Escarlata de “Lo que el viento se llevó”. Al fin, completada la transformación y tras las fotos preceptivas, me lancé a la calle acompañada (a una distancia prudencial) de una venerable anciana que tenía más años que un bosque. No me importaba, yo no tenía necesidad (ni podía) aligerar el paso subida en unas getas con unos calcetines blancos a modo de mitones. Paseando por las estrechas calles bajo los faroles me sentía la protagonista de una película (que debería de titular “La risa nipona”), una actriz caracterizada de geisha (el hábito no hace al monje) que transitaba por un escenario real. Avisté el final de una de las calles cuando, de repente, apareció un grupo de turistas que se acercaron raudos hacía mí. Escuché impasible sus comentarios: “mira, esta no se esconde”, “a esta que va despistada podemos hacerle las fotos que queramos”… Ningún guiri había estado tan cerca de una geisha en su puñetera vida. Me pidieron que posara con ellos para salir todos en la foto. Yo, metida en el papel, guardaba un recatado silencio, no gesticulaba, me mantenía impecablemente hierática, hasta que uno dijo: ¡cuando enseñe las fotos en Sevilla no se lo van a creer! Entonces no pude reprimir un ataque de risa. Se quedaron petrificados, mirándome expectantes y escrutándome para comprender el motivo de mi hilaridad descontrolada. No me quedó más remedio que romper el hechizo: “Lo siento, acaban de hacerse fotos con una geisha de Murcia”. Comenzamos a hablar y aceptaron muy bien la broma. Tenían tanta guasa que se pusieron a hacer cola para hacerse más fotos de cerca, ya que nadie en Andalucía ni en el resto del mundo podría descubrir que no era una auténtica geisha.

Días después, durante un transbordo en un barco a la isla de…. nos juntaron a varios grupos de turistas, seríamos unas 200 personas, aproximadamente; en mitad de la travesía se me acercó un señor al que no había visto jamás y me dijo: “¿Usted es la geisha que estaba el otro día en una calle de Guion haciéndose fotos con unos turistas?” Yo le respondí: “Pues sí, ¿cómo puede saber que era yo? Es imposible que me reconozca”.  

Y él me respondió: “No la he reconocido por su cara: la he reconocido por su risa”.




Las verdaderas (mis fotos)












La impostada, jeje






2 comentarios:

Anónimo dijo...

Sí, lo sé, y sin duda usted también lo sabe. Su magia siempre debe haber estado detrás de su sonrisa. E.H.

Max B. Estrella dijo...

Conocía la historia (pero no tan detallada), y tengo la fortuna de haber conocido su risa; ambas, inolvidables. El turista tenía razón.