Este cuadro me
acompaña. Su sencillez infantil es parte de su encanto.
Me acompaña, con su
faro y su silencio, para ser refugio.
Acaso no fue
pintado para exhibirlo, sino para habitarlo por dentro.
Este cuadro me
acompaña. Su sencillez infantil es parte de su encanto.
Me acompaña, con su
faro y su silencio, para ser refugio.
Acaso no fue
pintado para exhibirlo, sino para habitarlo por dentro.
Esto no es una historia. Es apenas una anécdota —insignificante si se mide
en hechos, poderosa si se mide en lo que deja—.
Verano. Julio. Las primeras horas del atardecer. El calor empieza, por fin,
a retirarse. Pero yo estoy en medio de un mercadillo de playa, conocido como el
de las Mil Palmeras, donde se apiñan cientos, tal vez miles de personas. Me
gustan los mercadillos y aunque tengo una inclinación natural hacia la soledad
—y la multitud me incomoda—, cuando se trata de un mercadillo me dejo arrastrar
por la marea. Me zambullo entre los puestos repletos de objetos de todo tipo,
me pruebo vestidos encima de la ropa, me detengo a mirar pulseras de cuentas,
telas frescas, bisutería chillona… y, contra todo pronóstico, lo disfruto.
Cuando por fin me dispongo a volver a casa, ya no soporto más los empujones
ni el bullicio; tomo el camino de la playa en busca de aire. Y es entonces
cuando me doy cuenta: ¡no llevo las gafas de sol colgadas del escote de mi
camiseta! Rebusco en la mochila con ansiedad. Dos veces. Tres. Nada. Las he
perdido. Eran mis favoritas, nunca otras me habían gustado tanto y además eran de una
colección pasada, unas gafas que ya no estarían a la venta. Mi primer impulso es rendirme. Nadie encuentra unas gafas de sol en un mercadillo lleno de gente. Sería buscar una aguja en un pajar. Pero algo me empuja, no sé si es terquedad, esperanza o simplemente un gesto de rebeldía; esa idea de que no hay que rendirse antes de intentarlo, así que regreso al lugar de los hechos.
Recorro puesto por puesto, repitiendo varias veces el itinerario de mis
pasos. Callejeo, miro al suelo, pregunto. Nada. Vuelvo a empezar. Dos veces. Tres. Nada. Me mareo pero sigo. Me repito una frase que me invento para seguir
caminando: al menos lo habré intentado. Y en esa frase, sencilla, hay algo
parecido a la resignación.
Ya de salida, me detengo en un puesto que podría ser el primero o el último, según desde dónde se empiece el recorrido. Está abarrotado de vestidos colgados de burros —esas perchas alargadas— que se balancean con el viento. Paso la mano por la ropa como quien aparta una cortina. Y entonces con una sorpresa que no puedo explicar, las veo en el suelo. ¡Mis gafas¡ Están allí, intactas, como escondidas a propósito. No entiendo cómo han llegado hasta ese lugar, pero la alegría me golpea con la fuerza absurda de un hallazgo inútil que de pronto se vuelve sagrado. Como si estuvieran allí esperando para decirme algo.
Salgo del mercadillo con las gafas puestas —aunque no hay sol— y subo la pequeña colina que lleva de nuevo a la playa. Y en ese momento, con la brisa en la cara y los pies llenos de arena, la revelación me alcanza. No había vuelto al mercadillo por las gafas, que ahora son lo de menos. Había vuelto por otra cosa: por el impulso de probar suerte que hay en uno cuando, en lugar de resignarse, lo intenta. Cuando decide que lo perdido aun importa. Porque a veces no se trata ni siquiera de tener esperanza, se trata de no rendirse del todo, no dar por muerto lo que aún late.
Basta con atreverse a intentarlo. Al menos una vez.
A ti
Hay vidas que transcurren lejos del ruido, sin épica ni aplausos. Son esas vidas que el tiempo no celebra, pero talla. Porque el tiempo -ese artesano sin prisa- no construye con gestos grandiosos sino con el peso lento de los días, con el roce suave de lo que insiste. Así, como una piedra al borde del mar, hay almas que se modelan sin que nadie lo note: no por lo que logran sino por lo que resisten sin quebrarse. Y a veces, cuando menos se espera, en medio de ese desgaste sin espectáculo, se abre una rendija. Y por esa rendija se cuela algo que no se puede forzar: una ternura que no pidió permiso, una forma de belleza que no necesita testigos, una dignidad tan callada que solo el tiempo -precisamente él- puede reconocer.
La vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía
(Mario Benedetti)
Te has apagado lentamente, como la luz en los anocheceres de junio, cuando florecen las jacarandas.
A mi madre, in memoriam
(Lo
escribí hace unos años…)
Tu
presencia siempre cálida, el olor suave de tu piel, tu delicadeza y tus ojos
tremendamente azules siempre me conmovieron. Nunca he sido arisca contigo, tampoco
cariñosa ni zalamera. Me enseñaste a ser afectuosa sin excesos, el punto distante
ha sido cosa mía. Hoy no has querido salir a dar un paseo, aunque sea en tu
silla de ruedas: te da una pereza tremenda. Nunca te gustó pasear, cuando lo
hacías era porque papá tiraba de ti. Recuerdo aquellas lejanas tardes de
vuestra juventud, cuando él jugaba al tenis en el otro extremo de la ciudad y te
hacía ir a recogerle cuando terminaba; tenías que hacer verdaderos esfuerzos
para ir al encuentro del hombre más andarín del mundo. Te ríes cuando te
recuerdo esa anécdota.
–Ay,
siempre me costó arrancar –me dices sonriente.
Te
gustan las anécdotas de un pasado ya distante, sobre todo las que has olvidado
y se refieren a papá. Trato de recordártelas con sutileza para no entristecerte.
Te observo y pienso que si te gusta rememorar es porque has sido feliz, pero
entonces viene a mi memoria la imagen de aquella mañana, la peor de tu vida: tú
en camisón, sentada sobre la mesa de centro del salón, llorando inconsolablemente,
y papá al fondo, en vuestro cuarto, con la puerta abierta, rodeado de gente y dormido
para siempre. Sentía que presenciaba el resumen de dos vidas en una y todo
vuestro amor; y no pude hacer nada más que mirarte en silencio, sobrecogida por
el manantial de las lágrimas del adiós eterno. Jamás te había visto llorar así,
mamá.
–Cuando
era soltera salía los domingos con mis amigas a pasear por el Malecón. Y al
poco me sentaba en un banco y les decía que continuasen hasta el final del paseo,
que yo las esperaría. Y me quedaba allí sola y tan a gusto. Siempre he sido de
salir poco y caminar menos.
–Pero
tú y yo lo pasamos bien. ¿Seguro que no quieres salir? ¿Mamá, qué te pasa?
-No
estoy bien y no me refiero a la salud… Todos los días me levanto pensando que
sólo me espera la rutina: desayunar, leer el periódico, hacer el crucigrama,
vestirme, rezar, leer, comer… Todos los días lo mismo. No tengo ningún objetivo.
No tengo nada que hacer. ¿Sabes? Todo lo que vine a hacer a esta vida ya lo he
hecho. No me queda nada, sólo ver pasar los días, y estoy cansada. Hija, no te aflijas,
pero tengo ganas de…
-Mamá,
no lo digas. Ni lo pienses. Tienes algo muy importante que hacer. Tienes que
estar, estar y ¡Estar! Estar para nosotros ¿Te parece poco? ¿No te das cuenta
de que te necesitamos? Todos te necesitamos, tus hijos y tus nietos, queremos
que estés con nosotros. No te quieras ir, no nos hagas eso, eres una buena
madre y tu obligación es estar aquí.
-Sí
–respondes cerrando los ojos y asientes con la cabeza -En eso tienes razón. Pero
ahora sólo soy una carga. Ya no sirvo para nada. No puedo hacer nada por
vosotros.
-Precisamente,
mamá, no te necesitamos para que hagas nada. Lo material lo puede hacer cualquiera,
pero tú, mamá, eres insustituible. Te necesitamos, simplemente, y eso es lo
importante.
-Simplemente…
–repites mis palabras
Mi
madre es una mujer inteligente, práctica y abnegada. Me tranquiliza pensar que me
ha escuchado y que lo reflexiona, no ha trivializado mis razonamientos ni los ha
considerado inconsistentes o fruto de mi imaginación desbordante, a la que
responsabilizaba de mis fantasías cuando era niña. Sé que lleva tiempo pensando
que ha cumplido su ciclo vital y que los días sólo demoran el final. Me parte
el corazón.
-
¿Te apetece ver la televisión, mamá? Yo voy a leer una novela que me he traído.
Se
reclina en el sillón, enciende el televisor y mientras zapea por los canales, yo
me tiendo en el sofá, me acomodo los cojines bajo la nuca, me pongo las gafas,
estiro las piernas, busco la página en la que había dejado la novela y me
sumerjo en ella. La tarde transcurre plácida, por la ventana entra una húmeda
brisa de otoño y empieza a oscurecer. Ella está aquí, a mi lado. Está. Necesito
que estés, mamá.
No
sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me levanto, quiero coger un bolígrafo y
subrayar una frase del libro que me ha gustado. Me dirijo al despacho de papá y
paso junto a ella. Está abstraída frente al televisor. Vuelvo a pasar en
dirección al sofá, pero me paro en seco, me arrodillo ante ella, le acaricio la
mejilla y le doy un beso.
–Mamá,
eres muy guapa. Te quiero mucho.
Me
sorprendo yo misma. No estoy acostumbrada a estas efusiones intempestivas ni a
mostrar mi afecto sin pudor.
-
¡Qué bien! –me dice algo perpleja -, nunca me has dicho eso. Por un instante, a
ella se le ilumina la cara.
Yo
me quedo pesarosa por no habérselo dicho más veces. Ya no me puedo concentrar
en la novela.
Sé
que los días, meses o años pasarán, que la rutina lo aplastará todo y que olvidaré
muchas cosas, pero el día que ya no estés recordaré con emoción esa tarde de
otoño en la que te supliqué que no te marcharas, mamá.
“Con similar perversión de la lógica, sentía también que para ser un escritor enorme convenía morir joven”
(“Arde este libro” Fernando Marías)
“No comprendo cómo se puede pasar junto a un árbol y
no ser feliz de verlo; hablar con un hombre, y no ser feliz de amarlo. Cuántas
cosas hermosas hay a cada paso:.." (El
idiota’ de Dostoievski)
El crepúsculo de los dioses siempre me
pareció un gran título. Hoy tiene una connotación festiva para mí. Desde que el
esplendor en la hierba (ese otro gran título) pasó de largo por mi vida decidí pasar también de largo, y tracé un
sendero zigzagueante e impredecible con el que ir sorteando cada dieciocho de enero. Cada año
una vela más, cada año una ciudad distinta. Estambul primero, luego Milán y
después: nada, el Covid. Este precioso y soleado día de invierno, lo más lejos
que me he alejado de casa, sin riesgo de quedarme confinada en un hotel extranjero
y no poder regresar, ha sido a la sombra de los árboles, ocaso bajo los árboles. Hablando
con propiedad; el crepúsculo estaría reservado a los dioses inmortales, el
ocaso seria para los sufridos mortales que envejecemos.
Esta mañana lo primero que he hecho ha sido coger el libro de uno de mis escritores favoritos (y cuyo nombre no citaré), y lanzar la caña al azar sobre cualquiera de sus páginas para pescar de una de esas frases suyas que me dejan extasiada, cualquier pieza, sea un atunazo, un pez de profundidad o un pececillo insignificante, es un regalo para el paladar de una sirena. Casi de inmediato me ha entrado una pieza espectacular; los libros de mi escritor favorito son un caladero inagotable de frases y aforismos. Pág. 28: “Las epopeyas vienen determinadas por el escenario sobre el cual acontecen, y lo mismo ocurre con la historia más anónima y cotidiana. Casi todos pasamos por la vida sin que la Historia nos señale, pero compartirnos con algunos héroes, la pertenencia al lugar donde transcurre nuestra peripecia. Algo es algo”... No deberíamos pertenecer a un lugar. Nadie debería pertenecer y nunca nadie debería dejarse pertenecer. Sí deberíamos todos, sin embargo, encontrar nuestro lugar en el mundo.
¿Por qué no fuimos conscientes de que la
juventud duraba tres cuartos de hora? Ahora ya no vale. Eran tiempos felices y
vibrantes por la sencilla fórmula matemática de disponer de juventud. Era el
tiempo en que eras la nube... hoy eres la gota de lluvia, ayer eras osada, hoy
tienes mucho más de osa que de hada, y (sobre todo) ayer, cuando cumplías años,
no pensabas ni falta que que hacía, y hoy descubres que sí, que se veía venir y
no paras de darle vueltas: el tiempo es el valor supremo del mundo.
Siempre me gusta lamentarme el día de mi
cumpleaños, incluso varios días antes y otros tantos después, lo hago por
sistema, sí, para olvidar, y por tratar de ser más auténtica por si acaso fuese
verdad aquello de que lo auténtico sobrevive a cualquier tiempo y lugar.
Y también por poner una sonrisa al día y sin embargo esa me la has puesto tú, mD, volviendo a los dulces y legendarios tiempos del esplendor en los blogs, cuando las palabras surfeaban las olas. Me gustaría levantar la vista, mirar por la ventana y haber vuelto a esos tiempos en los que me deleitaba escribiendo y leyendo los blogs amigos. Eran formidables, pero lo mejor, lo prodigioso de aquella época legendaria, por lo lejana y difuminada en el el tiempo, lo conservo (o ellos me conservan a mí) los amigos. Dos.
(En el árbol
del tiempo de Eloy Sánchez Rosillo.)
La
vida es una burbuja que siempre acaba explotando. Hay vidas que ni siquiera
llegan a ser burbuja, vidas que desde el principio se enfrentan al aire sin una
fina coraza de cristal líquido. Pero hoy no quiero hablar de las vidas sin
burbujas. Voy a hablar de burbujas pinchadas, de burbujas muertas. ¿Qué es lo
que hace que la burbuja explote?: La conciencia. Es la realidad quien precipita
lo inevitable pero es la conciencia quien ejecuta. Un día, cuando tienes quince
años, mientras intentas conciliar el sueño, un pensamiento sobre la muerte te
asalta, te coge desprevenida y te aterra. Entonces piensas: seré tonta, cómo
puedo preocuparme por la muerte teniendo quince años, ya me preocuparé cuando
tenga ochenta. Lo fiamos todo a una eternidad ficticia. Entonces el temor a la
muerte nos abandona y nuestra burbuja adolescente permanece intacta,
invencible. Llegan los 40 años y el pensamiento que tuviste hace veinticinco
años vuelve a visitarte, pero esta vez con tanta fuerza que hace que te
incorpores de un salto de la cama; gotas de sudor frío acarician tus sienes.
Voy a dejar de existir, piensas, me voy a perder en la nada. La perspectiva
del "no ser" se te hace
insoportable, te cuesta respirar, quieres gritar pero sabes que no debes
despertar al silencio. Otro pensamiento, como cuando eras un adolescente, corre
presto a socorrerte del pensamiento de la muerte: ya me preocuparé cuando tenga
ochenta años. Sin embargo, aunque el pensamiento es el mismo, hay sutiles
diferencias: la burbuja ahora está algo erosionada aunque, afortunadamente, ha
aguantado el envite. Durante unos pocos minutos has adquirido conciencia de tu
caducidad, te has asomado al abismo del que sólo estás separada por la salud,
la suerte y los años. El abismo te engullirá cuando cualquiera de esos tres
muros se derrumbe. Eres finita. Es terrible. No hay burbuja que no se resienta
con tamaña evidencia. A pesar de ello, la burbuja aún no se ha evaporado,
todavía rodea tu cuerpo vistiéndote con ese matiz de ingenuidad que tanto
necesita la felicidad. No has depositado tu esperanza, como hace más de dos
décadas, en la eternidad imaginaría; esta sólo existe en la juventud porque la
juventud es eterna. Sin embargo, te has dado una tregua, un respiro: ochenta
años, razonas, no son una eternidad… pero casi. Sé que llegarán, sé que el
tiempo pasa cada vez más rápido, no obstante me queda margen. Llegan los
sesenta años y el proceso se repite y la burbuja se ve aún más dañada: no sólo
soy mortal sino que me veo separada de la muerte por una distancia ridícula,
siniestra, reflexionas. ¿Qué diferencia veinte años de veinte segundos? No
sabrías dar una respuesta inequívoca a una pregunta con una respuesta tan
inequívoca. El margen es pequeño, sí, pero existe, debes agarrarte a eso.
Sientes como un minúsculo círculo de aire penetra en la burbuja, la burbuja no
explota sino que se deshincha progresivamente. Es cuestión de tiempo. Desde el
principio todo era cuestión de tiempo. Llegan los ochentas años. ¿Y ahora qué?
No sólo la conciencia reflexiva, introspectiva, puede arrebatarte tu armadura
invisible. La conciencia de los otros (la otredad) es
igualmente dañina. Un día te dicen que menganito o menganita, a quien tú tanto
quieres o quisiste, tiene un cáncer incurable. Lo ves claro: es tan sólo
cuestión de tiempo que me ocurra. Otra vez el tiempo. Otra vez la muerte. Otra
vez una realidad que te sobrepasa. Otra vez una burbuja desangrándose. Martin
Amis decía que es la muerte de los otros la que nos mata. Cuando tenga ochenta
años… Cuando nos decimos esto no sólo intentamos que los pensamientos de la
muerte se pierdan en el tiempo. También nos intentamos convencer de que a esa
edad asumiremos la muerte, la aceptaremos como un hecho lógico adherido a la
vejez, no resultará terrible, en definitiva, no nos importará demasiado
morirnos. Tremenda equivocación. No comprendemos que ante la muerte todos somos
niños, que la edad no implica aceptación, que la muerte es un hecho inasumible:
podemos resignarnos, sentirnos atraídos, incluso podemos desearlo… pero nunca
asumirlo. Puede ser a los ochenta, a los sesenta, a los diez o a los ciento
quince años: la burbuja siempre se acaba rompiendo. Ya no podemos ignorarla:
debemos mirar a la muerte a los ojos y sostener la mirada, debemos afrontarla. Se puede afrontar de
muchas maneras, desde el empeño racional, desde la fe, etc. Es horrible pero es
necesario. No puedes actuar como si la burbuja te envolviese, ya no está. No
puedes intentar ignorarla porque entonces el único camino es la desesperación,
la indefensión más absoluta. Sin burbuja, sólo hay dos caminos: afrontamiento o
desesperación. Sin burbuja siempre queda una certeza: el peso espantoso de
aquello que no hiciste. Toda vida, por muy feliz que sea, al final siempre se
ve invadida, impregnada, por la muerte y su estela. La muerte, ya sea la
nuestra o la de los otros, hace que toda vida sea irremediablemente trágica.
Dedicado
a las burbujas vivas
El mundo está lleno de gente solitaria que no da el primer paso.
No sé dónde lo he leído o escuchado, pero esta tarde, una tarde de reencuentro, me ha hecho pensar. Pensar que el miedo y la soledad se relacionan de manera íntima. Los días llenos de ausencia engendran fantasmas, temores espectrales que se infiltran en la vida hasta detenerla. Entonces todo se reduce a no salir de ese refugio que has construido sobre las ruinas de ti mismo, en el que nunca te sientes perdido porque no tienes adonde ir. Sí, muchos están solos contra su voluntad porque el miedo les impide dar ese primer paso; sin embargo, a mí los que realmente me conmueven son los que están solos porque les da miedo no estarlo: los que se queman asomándose al infierno que son los otros, los que aún no han podido comprender que lo mejor de uno mismo son las personas que quieres.