Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

03 agosto 2025

Detrás del faro





 

Este cuadro me acompaña. Su sencillez infantil es parte de su encanto.

No sé si es de Hopper o de alguien que soñó con sus veranos, pero me da lo mismo: hay algo en este cielo, en este mar, que me recuerda lo que necesito recordar. Por eso está aquí, a esta altura, en este rincón solo mío.

No lo colgué para que lo admiraran. Lo colgué para poder mirarlo.

Me acompaña, con su faro y su silencio, para ser refugio.

Acaso no fue pintado para exhibirlo, sino para habitarlo por dentro.


23 julio 2025

LA DIGNIDAD DEL INTENTO (anéctoda para no olvidar lo esencial)

 



Esto no es una historia. Es apenas una anécdota —insignificante si se mide en hechos, poderosa si se mide en lo que deja—.

Verano. Julio. Las primeras horas del atardecer. El calor empieza, por fin, a retirarse. Pero yo estoy en medio de un mercadillo de playa, conocido como el de las Mil Palmeras, donde se apiñan cientos, tal vez miles de personas. Me gustan los mercadillos y aunque tengo una inclinación natural hacia la soledad —y la multitud me incomoda—, cuando se trata de un mercadillo me dejo arrastrar por la marea. Me zambullo entre los puestos repletos de objetos de todo tipo, me pruebo vestidos encima de la ropa, me detengo a mirar pulseras de cuentas, telas frescas, bisutería chillona… y, contra todo pronóstico, lo disfruto.

Cuando por fin me dispongo a volver a casa, ya no soporto más los empujones ni el bullicio; tomo el camino de la playa en busca de aire. Y es entonces cuando me doy cuenta: ¡no llevo las gafas de sol colgadas del escote de mi camiseta! Rebusco en la mochila con ansiedad. Dos veces. Tres. Nada. Las he perdido. Eran mis favoritas, nunca otras me habían gustado tanto y además eran de una colección pasada, unas gafas que ya no estarían a la venta. Mi primer impulso es rendirme. Nadie encuentra unas gafas de sol en un mercadillo lleno de gente. Sería buscar una aguja en un pajar. Pero algo me empuja, no sé si es terquedad, esperanza o simplemente un gesto de rebeldía; esa idea de que no hay que rendirse antes de intentarlo, así que regreso al lugar de los hechos.

Recorro puesto por puesto, repitiendo varias veces el itinerario de mis pasos. Callejeo, miro al suelo, pregunto. Nada. Vuelvo a empezar. Dos veces. Tres. Nada. Me mareo pero sigo. Me repito una frase que me invento para seguir caminando: al menos lo habré intentado. Y en esa frase, sencilla, hay algo parecido a la resignación.

Ya de salida, me detengo en un puesto que podría ser el primero o el último, según desde dónde se empiece el recorrido. Está abarrotado de vestidos colgados de burros —esas perchas alargadas— que se balancean con el viento. Paso la mano por la ropa como quien aparta una cortina. Y entonces con una sorpresa que no puedo explicar, las veo en el suelo. ¡Mis gafas¡ Están allí, intactas, como escondidas a propósito. No entiendo cómo han llegado hasta ese lugar, pero la alegría me golpea con la fuerza absurda de un hallazgo inútil que de pronto se vuelve sagrado. Como si estuvieran allí esperando para decirme algo. 

Salgo del mercadillo con las gafas puestas —aunque no hay sol— y subo la pequeña colina que lleva de nuevo a la playa. Y en ese momento, con la brisa en la cara y los pies llenos de arena, la revelación me alcanza. No había vuelto al mercadillo por las gafas, que ahora son lo de menos. Había vuelto por otra cosa: por el impulso de probar suerte que hay en uno cuando, en lugar de resignarse, lo intenta. Cuando decide que lo perdido aun importa. Porque a veces no se trata ni siquiera de tener esperanza, se trata de no rendirse del todo, no dar por muerto lo que aún late. 

La dignidad del intento no está en la repetición ciega ni en el autoengaño esperanzado sino en ese acto lúcido, casi instintivo, de intentarlo cuando aún tiene sentido. Cuando todavía hay una oportunidad real, aunque mínima, una posibilidad cuántica, casi imperceptible, pero viva. 

Basta con atreverse a intentarlo. Al menos una vez.

08 junio 2025

La belleza silenciosa



A ti

Hay vidas que transcurren lejos del ruido, sin épica ni aplausos. Son esas vidas que el tiempo no celebra, pero talla. Porque el tiempo -ese artesano sin prisa- no construye con gestos grandiosos sino con el peso lento de los días, con el roce suave de lo que insiste. Así, como una piedra al borde del mar, hay almas que se modelan sin que nadie lo note: no por lo que logran sino por lo que resisten sin quebrarse. Y a veces, cuando menos se espera, en medio de ese desgaste sin espectáculo, se abre una rendija. Y por esa rendija se cuela algo que no se puede forzar: una ternura que no pidió permiso, una forma de belleza que no necesita testigos, una dignidad tan callada que solo el tiempo -precisamente él- puede reconocer.

29 mayo 2024

Hoy es siempre todavía

 

La vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía





No te rindas 

(Mario Benedetti)



No te rindas, aún estás a tiempo
de alcanzar y comenzar de nuevo, 
aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, 
liberar el lastre, retomar el vuelo. 

No te rindas que la vida es eso, 
continuar el viaje, 
perseguir tus sueños, 
destrabar el tiempo, 
correr los escombros y destapar el cielo. 

No te rindas, por favor no cedas, 
aunque el frio queme, 
aunque el miedo muerda, 
aunque el sol se esconda y se calle el viento, 
aun hay fuego en tu alma, 
aun hay vida en tus sueños, 
porque la vida es tuya y tuyo tambien el deseo, 
porque lo has querido y porque te quiero. 

Porque existe el vino y el amor, 
es cierto, porque no hay heridas que no cure el tiempo, 
abrir las puertas quitar los cerrojos, 
abandonar las murallas que te protegieron. 

Vivir la vida y aceptar el reto, 
recuperar la risa, ensayar el canto, 
bajar la guardia y extender las manos, 
desplegar las alas e intentar de nuevo, 
celebrar la vida y retomar los cielos.

No te rindas por favor no cedas, 
aunque el frio queme, 
aunque el miedo muerda, 
aunque el sol se ponga y se calle el viento, 
aun hay fuego en tu alma, 
aun hay vida en tus sueños, 
porque cada dia es un comienzo, 
porque esta es la hora y el mejor momento, 
porque no estas sola, 
porque yo te quiero.

(K&Ñ)

24 junio 2022

Ojalá estuvieras aquí

Te has apagado lentamente, como la luz en los anocheceres de junio, cuando florecen las jacarandas.

A mi madre, in memoriam


(Lo escribí hace unos años…)

Tu presencia siempre cálida, el olor suave de tu piel, tu delicadeza y tus ojos tremendamente azules siempre me conmovieron. Nunca he sido arisca contigo, tampoco cariñosa ni zalamera. Me enseñaste a ser afectuosa sin excesos, el punto distante ha sido cosa mía. Hoy no has querido salir a dar un paseo, aunque sea en tu silla de ruedas: te da una pereza tremenda. Nunca te gustó pasear, cuando lo hacías era porque papá tiraba de ti. Recuerdo aquellas lejanas tardes de vuestra juventud, cuando él jugaba al tenis en el otro extremo de la ciudad y te hacía ir a recogerle cuando terminaba; tenías que hacer verdaderos esfuerzos para ir al encuentro del hombre más andarín del mundo. Te ríes cuando te recuerdo esa anécdota.

–Ay, siempre me costó arrancar –me dices sonriente.

Te gustan las anécdotas de un pasado ya distante, sobre todo las que has olvidado y se refieren a papá. Trato de recordártelas con sutileza para no entristecerte. Te observo y pienso que si te gusta rememorar es porque has sido feliz, pero entonces viene a mi memoria la imagen de aquella mañana, la peor de tu vida: tú en camisón, sentada sobre la mesa de centro del salón, llorando inconsolablemente, y papá al fondo, en vuestro cuarto, con la puerta abierta, rodeado de gente y dormido para siempre. Sentía que presenciaba el resumen de dos vidas en una y todo vuestro amor; y no pude hacer nada más que mirarte en silencio, sobrecogida por el manantial de las lágrimas del adiós eterno. Jamás te había visto llorar así, mamá.

–Cuando era soltera salía los domingos con mis amigas a pasear por el Malecón. Y al poco me sentaba en un banco y les decía que continuasen hasta el final del paseo, que yo las esperaría. Y me quedaba allí sola y tan a gusto. Siempre he sido de salir poco y caminar menos.

–Pero tú y yo lo pasamos bien. ¿Seguro que no quieres salir? ¿Mamá, qué te pasa?

-No estoy bien y no me refiero a la salud… Todos los días me levanto pensando que sólo me espera la rutina: desayunar, leer el periódico, hacer el crucigrama, vestirme, rezar, leer, comer… Todos los días lo mismo. No tengo ningún objetivo. No tengo nada que hacer. ¿Sabes? Todo lo que vine a hacer a esta vida ya lo he hecho. No me queda nada, sólo ver pasar los días, y estoy cansada. Hija, no te aflijas, pero tengo ganas de…  

-Mamá, no lo digas. Ni lo pienses. Tienes algo muy importante que hacer. Tienes que estar, estar y ¡Estar! Estar para nosotros ¿Te parece poco? ¿No te das cuenta de que te necesitamos? Todos te necesitamos, tus hijos y tus nietos, queremos que estés con nosotros. No te quieras ir, no nos hagas eso, eres una buena madre y tu obligación es estar aquí.

-Sí –respondes cerrando los ojos y asientes con la cabeza -En eso tienes razón. Pero ahora sólo soy una carga. Ya no sirvo para nada. No puedo hacer nada por vosotros.

-Precisamente, mamá, no te necesitamos para que hagas nada. Lo material lo puede hacer cualquiera, pero tú, mamá, eres insustituible. Te necesitamos, simplemente, y eso es lo importante.

-Simplemente… –repites mis palabras

Mi madre es una mujer inteligente, práctica y abnegada. Me tranquiliza pensar que me ha escuchado y que lo reflexiona, no ha trivializado mis razonamientos ni los ha considerado inconsistentes o fruto de mi imaginación desbordante, a la que responsabilizaba de mis fantasías cuando era niña. Sé que lleva tiempo pensando que ha cumplido su ciclo vital y que los días sólo demoran el final. Me parte el corazón.

- ¿Te apetece ver la televisión, mamá? Yo voy a leer una novela que me he traído.

Se reclina en el sillón, enciende el televisor y mientras zapea por los canales, yo me tiendo en el sofá, me acomodo los cojines bajo la nuca, me pongo las gafas, estiro las piernas, busco la página en la que había dejado la novela y me sumerjo en ella. La tarde transcurre plácida, por la ventana entra una húmeda brisa de otoño y empieza a oscurecer. Ella está aquí, a mi lado. Está. Necesito que estés, mamá.

No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Me levanto, quiero coger un bolígrafo y subrayar una frase del libro que me ha gustado. Me dirijo al despacho de papá y paso junto a ella. Está abstraída frente al televisor. Vuelvo a pasar en dirección al sofá, pero me paro en seco, me arrodillo ante ella, le acaricio la mejilla y le doy un beso.

–Mamá, eres muy guapa. Te quiero mucho.

Me sorprendo yo misma. No estoy acostumbrada a estas efusiones intempestivas ni a mostrar mi afecto sin pudor.  

- ¡Qué bien! –me dice algo perpleja -, nunca me has dicho eso. Por un instante, a ella se le ilumina la cara.

Yo me quedo pesarosa por no habérselo dicho más veces. Ya no me puedo concentrar en la novela.

Sé que los días, meses o años pasarán, que la rutina lo aplastará todo y que olvidaré muchas cosas, pero el día que ya no estés recordaré con emoción esa tarde de otoño en la que te supliqué que no te marcharas, mamá. 


06 febrero 2022

TU ÚLTIMO LIBRO


“Con similar perversión de la lógica, sentía también que para ser un escritor enorme convenía morir joven”

(“Arde este libro” Fernando Marías)




 
Junto con Mistral en poesía y Milan Kundera en prosa, eras mi escritor vivo favorito. Ahora ya no estás vivo. Me he despertado este domingo impactada por la noticia de tu muerte, que sucedió anoche, mientras, presa del insomnio, leía tu última novela. Tus libros a altas horas de la madrugada son narcotizantes, pero son los únicos que no me producen somnolencia cuando viajo al fin de la noche. Me deleitaba con tu elixir de buena literatura, de la gran literatura que me subyuga. No podía dejar de subrayar frases y hasta palabras sueltas ¿Cómo no querer recordar sentencias (una entre cientos) como: "El enamoramiento podría entenderse como una traducción de la realidad al misterioso idioma que de repente nos nace dentro, cargado de adjetivos hipnóticos y formas verbales fascinantes de descifrar", Así escribías; yo te dosificaba meticulosamente con la intención de paladear cada una de las páginas y que no se terminasen nunca. Eran (son) mi objeto de culto, junto con mi catecismo kunderiano. 

Hoy, comprensiblemente, tus amigos se desgarran y leo cientos de tuits circulando sobre ti, Fernando Marías. "El novelista bilbaíno, que ha muerto a los 63 años, alimentó su vida con la música de Lou Reed y el cine de Sam Peckinpah", escribe Manuel Vilas. Dice también: "Fernando era un rey de sí mismo, un hombre enamorado del oficio de vivir", añadiendo que pensabas que "la vida era un regalo de los dioses". Tú lo corroborabas frente a los recuerdos que te evocaba una vieja gramola: "me sentí el hombre más importante del planeta, o más simple y todavía mejor, el más afortunado y feliz". Ayer, cuando amaste, tocabas el cielo. Hoy estás allí. 

El motivo de escribirte no es hacerte un panegírico ni loar tus maravillosas virtudes como escritor y como persona, lo que ya hacen sobradamente tus desconsolados y grandes amigos (eras hombre de amigos), que te resumen como un hombre inmenso y luminoso. Solo quiero hablar de tu última novela, de la que, afortunadamente, aún me quedan algunas páginas por leer –cuento también con la valiosa herencia de algunos libros tuyos que tengo pendientes–. No voy a destriparla, solo manifestar mi admiración y gratitud, hasta ahora silentes, explicando por qué me emociona (como lo hiciste antes en otra gran obra: “La isla del padre”). Pero ésta lleva esa vitola que no querríamos pronunciar: “la última”. Quizás por eso sus frases, sus anécdotas, sus aforismos se hacen transcendentales: "Con los años he aprendido que vivir y recordar pueden ser dos formas contradictorias de lo real". No hay nada más cierto, no hay nada más terrible que cuando nos preguntamos: ¿quién soy yo más allá de ti?, no sabemos qué responder y empezamos a ser conscientes de que lo mejor de nosotros mismos siempre son los demás. En tu libro habitan la intensidad, el sentido de la vida, preguntas abisales sobre las que no tiene sentido elucubrar, detalles imperceptibles que sólo tú sabías captar: "el más mínimo acto humano puede contener una novela". Me descolocas cuando abordas nuestra debilidad más trágica (y mi tema tabú): "Triste esquina de la vejez, ser testigo lúcido de la muerte de los amantes, saber que ha muerto y por tanto ya no es nada la carne que se unió a nuestra carne para regalarnos un instante de inmortalidad". 

“Arde este libro”, suena extraño, pero qué gran título. Un libro dedicado a recordar a Sara, tu gran historia de amor: "te incineraron con una novela mía entre las manos", El alcohol es una elección personal, pero sería conveniente conocer lo que es una adicción. Un alcohólico sabe que se va a destruir, pero sigue bebiendo. Es como tener un monstruo dentro de ti, pero con vida propia, reflexiona Fernando Marías. El autor dejó de beber por los ataques de epilepsia, pero Verónica no. Eso propició la ruptura entre ellos, pero la amistad continuaría (…), un ex toxicómano no puede vivir con un toxicómano, eso propició la separación. Yo siempre tuve un complejo de culpa porque la empujé a beber y yo me salvé. Eso es lo que he curado con el libro y por eso aviso del peligro que es el alcohol". Decías en las primeras páginas de la novela: "he escrito un libro sarcófago, ¿para albergar a tu espectro o para que halle refugio el mío". No sabías que esas palabras serían tu testamento y un legado imperecedero. Resucitaste a Sara en esta novela terriblemente premonitoria ("Resucitaste. Me dijiste: Escribe") y su espectro, tras arder con tu libro entre las manos, ha venido a por ti, a llevarte con ella, dejando que, en éste libro (posiblemente el mejor de todos), halle refugio tu espectro. 

Así te habría gustado imaginarlo. Así te ha gustado escribirlo, porque intuyo que de haber sabido que ibas a morir habrías querido que éste fuese tu último libro.




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Entrevista con Fernando Marías en Página Dos "Arde este libro"
https://www.youtube.com/watch?v=uXQ8WhGT1OA

18 enero 2022

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES


“No comprendo cómo se puede pasar junto a un árbol y no ser feliz de verlo; hablar con un hombre, y no ser feliz de amarlo. Cuántas cosas hermosas hay a cada paso:.."  (El idiota’ de Dostoievski)


El crepúsculo de los dioses siempre me pareció un gran título. Hoy tiene una connotación festiva para mí. Desde que el esplendor en la hierba (ese otro gran título) pasó de largo por mi vida decidí pasar también de largo, y tracé un sendero zigzagueante e impredecible con el que ir sorteando cada dieciocho de enero. Cada año una vela más, cada año una ciudad distinta. Estambul primero, luego Milán y después: nada, el Covid. Este precioso y soleado día de invierno, lo más lejos que me he alejado de casa, sin riesgo de quedarme confinada en un hotel extranjero y no poder regresar, ha sido a la sombra de los árboles, ocaso bajo los árboles. Hablando con propiedad; el crepúsculo estaría reservado a los dioses inmortales, el ocaso seria para los sufridos mortales que envejecemos. 

Esta mañana lo primero que he hecho ha sido coger el libro de uno de mis escritores favoritos (y cuyo nombre no citaré), y lanzar la caña al azar sobre cualquiera de sus páginas para pescar de una de esas frases suyas que me dejan extasiada, cualquier pieza, sea un atunazo, un pez de profundidad o un pececillo insignificante, es un regalo para el paladar de una sirena. Casi de inmediato me ha entrado una pieza espectacular; los libros de mi escritor favorito son un caladero inagotable de frases y aforismos. Pág. 28: “Las epopeyas vienen determinadas por el escenario sobre el cual acontecen, y lo mismo ocurre con la historia más anónima y cotidiana. Casi todos pasamos por la vida sin que la Historia nos señale, pero compartirnos con algunos héroes, la pertenencia al lugar donde transcurre nuestra peripecia. Algo es algo”... No deberíamos pertenecer a un lugar. Nadie debería pertenecer y nunca nadie debería dejarse pertenecer. Sí deberíamos todos, sin embargo, encontrar nuestro lugar en el mundo.

¿Por qué no fuimos conscientes de que la juventud duraba tres cuartos de hora? Ahora ya no vale. Eran tiempos felices y vibrantes por la sencilla fórmula matemática de disponer de juventud. Era el tiempo en que eras la nube... hoy eres la gota de lluvia, ayer eras osada, hoy tienes mucho más de osa que de hada, y (sobre todo) ayer, cuando cumplías años, no pensabas ni falta que que hacía, y hoy descubres que sí, que se veía venir y no paras de darle vueltas: el tiempo es el valor supremo del mundo. 

Siempre me gusta lamentarme el día de mi cumpleaños, incluso varios días antes y otros tantos después, lo hago por sistema, sí, para olvidar, y por tratar de ser más auténtica por si acaso fuese verdad aquello de que lo auténtico sobrevive a cualquier tiempo y lugar. 

Y también por poner una sonrisa al día y sin embargo esa me la has puesto tú, mD, volviendo a los dulces y legendarios tiempos del esplendor en los blogs, cuando las palabras surfeaban las olas. Me gustaría levantar la vista, mirar por la ventana y haber vuelto a esos tiempos en los que me deleitaba escribiendo y leyendo los blogs amigos. Eran formidables, pero lo mejor, lo prodigioso de aquella época legendaria, por lo lejana y difuminada en el el tiempo, lo conservo (o ellos me conservan a mí) los amigos. Dos.







¿Dije sonrisa? Sonrisas y carcajadas sonoras... Me lo quedo. Mil gracias



13 noviembre 2021

El protagonista invisible






“Yo he procurado vivir siempre con la prisa relativa de llegar a la estación a tiempo de perder el tren” (José Luis Alvite)


“Reconozco que de un tiempo a esta parte he cambiado de actitud ante la vida y ya no considero importante hacer cosas pensando en que algún día pueda recordarlas. Supongo que eso me ocurre porque estoy en una edad complicada en la que las cosas que antes me causaban remordimientos, me producen ahora gases…” 

De esta forma vitriólica describe Alvite el hacerse viejo, y se agradece la ironía. La verdad es que si la mayoría de los mortales repasásemos lo vivido llegaríamos a la conclusión de que casi siempre hemos sido actores secundarios, forzosos y abnegados, y descubriremos que es algo descorazonador por muy buen papel que nos haya tocado en suerte. Tampoco sabremos cómo lo hemos hecho, si lo bordamos y merecemos un Goya (mejor aún: un Oscar) al mejor actor de reparto, o si rozamos el ridículo con una interpretación en exceso histriónica. 

    Hoy ha hecho un precioso y soleado día de otoño, pero ahora llueve suavemente. Bajo la claridad de la lámpara las ideas son como sombras, resulta fácil escribir y encontrar palabras para describir los pensamientos. La escritura trata mucho del deseo -porque la vida es deseo-, y de la muerte, aunque no hable de ella. 

    Cuando se llega a la edad a la que Alvite llama eufemísticamente “edad complicada”, sería un buen momento para cambiar de papel, ya no vas a tener mucho tiempo ni vas a tener otra vida. A esa edad, marcada por los estragos del tiempo, ya no es importante hacer cosas para el recuerdo ni construir futuros recuerdos que ya son pasado o que en su momento constituían un deber moral o un compromiso inexcusable. Lo interesante sería cambiar de registro y hacer de protagonista. Algo repentino puede pasar al llegar a la edad complicada, acaso abrazarse a uno mismo y regalarse un ahora, ese ahora que perdimos porque llegamos a la a estación con prisa relativa, pero demasiado tarde; el ahora de un pretexto para ensartar el viaje que no se hizo y no ir aún como los toros a las tablas, a recapitular vida. La vida que se dejó no fue por gusto sino por la premura de hacer de hacer dignamente el papel de secundarios.
 
    A esa edad, ya no hay objetivos que puedan ser o parecer preceptivos. Ahora o nunca hay que dar vida al protagonista, invisible por ser un viejo conocido nuevo y extraño, un protagonista desapercibido, Con total seguridad no abriría la puerta de los sueños, o las de Hollywood ni nos convertiría en estrellas, pero nos daría alas y una órbita propia. La órbita de rotación sobre el pequeño e ignoto planeta del yo, un mundo solamente nuestro. Al final seríamos como el Principito, que tiene un planeta pequeño, con solo tres volcanes (dos de ellos activos y uno no) y una rosa. 

 -¿Para qué quieres habitar a tu edad tu propio planeta, no es un poco tarde? preguntaría el pequeño príncipe con su lógica cartesiana.

 -Para nada, sólo es una estrella sin rumbo, un planeta pequeño, como el tuyo, con mucho por hacer y con solo tres cosas: papel, un lápiz y un espejo. 

Y el principito, que es un niño muy preguntón (como bien sabe todo el que ha leído el Principito) volvería a preguntar: 

-¿Para qué necesitas esas tres cosas? 

-Para nada y para todo, el papel y lápiz para reescribir la historia que quiero protagonizar, y el espejo para ver si el prota es una cara conocida o es el rostro desvaído de alguien extraño, una sombra inquieta con la estela de todo lo no vivido. 

Aplausos, plas plas plas, se baja el telón y los artistas saludan desde el escenario. Ha parado de llover y aún es temprano, pero tengo sueño y a la vez no tengo sueño, a lo mejor es cosa de estar en una edad complicada. A otros le produce gases jeje. Ya me lo decías esta mañana en relación con ese viejo Seat- 600, que podría haber sido de mi padre: A veces se tiende a asociar posibles casi imposibles. 


PD. Gracias por tenerme en tu vida.

23 julio 2021

El tiempo detenido


Para escuchar el canto del jilguero
vine yo al mundo.
Lo escuché en la niñez –como ya dije
en otros versos míos–,
y allí mismo aún lo oigo.
En mi carne resuena y con mi sangre gira.
¿Cómo es posible que algo como eso,
tan frágil y tan puro, tan propio y tan de nadie,
pueda estar en la vida, ser la vida,
que exista un bien tan grande y para siempre?

(En el árbol del tiempo de Eloy Sánchez Rosillo.)



Probablemente yo también vine al mundo para escuchar el canto del jilguero... Recuerdo la escena de la película de Carlos Saura "Pajarico" en la que el personaje que interpreta Paco Rabal, sentado frente a la playa observa la vida y exclama: "Qué bien se está, cuando se está bien". Para no destripar la película, pues se trata de la escena final, no voy a explicar qué le lleva a realizar esta afirmación tan aparentemente obvia con la que el personaje describe su sensación de calma y plenitud, pero sí voy a explicar su relación con el tiempo como límite, y con el instante detenido.

El tiempo limita todo, pero no mide la vida, es el vivir la vida la que mide el tiempo. Circulamos a velocidad de vértigo entre millones y millones de instantes, que solo se detienen cuando nuestros cincos sentidos se ponen en marcha simultáneamente, muchas veces de forma inconsciente. La vida a vista de pájaro, una melodía del pasado, una mañana que sabe a verano, la brisa en tu piel, el mar en tu respiración … Y sí, parece que la vida dura más tiempo. 


02 mayo 2021

"...Hoy es siempre todavía..."



Cuando el maestro afirmó que hoy es siempre todavía nos legó la verdad más irrenunciable, la enseñanza que contiene todas las enseñanzas: la vida no está en el ayer ni en el mañana ni siquiera en el hoy, está en el todavía. Porque hoy sólo será para siempre si es todavía; y siempre sin hoy es una cáscara hueca en donde sólo cabe la eternidad. Para llegar a ser vida, hoy y siempre se necesitan todavía.

26 abril 2021

Burbujas muertas





 Fotografía de Ana Grazhdankina


La vida es una burbuja que siempre acaba explotando. Hay vidas que ni siquiera llegan a ser burbuja, vidas que desde el principio se enfrentan al aire sin una fina coraza de cristal líquido. Pero hoy no quiero hablar de las vidas sin burbujas. Voy a hablar de burbujas pinchadas, de burbujas muertas. ¿Qué es lo que hace que la burbuja explote?: La conciencia. Es la realidad quien precipita lo inevitable pero es la conciencia quien ejecuta. Un día, cuando tienes quince años, mientras intentas conciliar el sueño, un pensamiento sobre la muerte te asalta, te coge desprevenida y te aterra. Entonces piensas: seré tonta, cómo puedo preocuparme por la muerte teniendo quince años, ya me preocuparé cuando tenga ochenta. Lo fiamos todo a una eternidad ficticia. Entonces el temor a la muerte nos abandona y nuestra burbuja adolescente permanece intacta, invencible. Llegan los 40 años y el pensamiento que tuviste hace veinticinco años vuelve a visitarte, pero esta vez con tanta fuerza que hace que te incorpores de un salto de la cama; gotas de sudor frío acarician tus sienes. Voy a dejar de existir, piensas, me voy a perder en la nada. La perspectiva del "no ser" se te hace insoportable, te cuesta respirar, quieres gritar pero sabes que no debes despertar al silencio. Otro pensamiento, como cuando eras un adolescente, corre presto a socorrerte del pensamiento de la muerte: ya me preocuparé cuando tenga ochenta años. Sin embargo, aunque el pensamiento es el mismo, hay sutiles diferencias: la burbuja ahora está algo erosionada aunque, afortunadamente, ha aguantado el envite. Durante unos pocos minutos has adquirido conciencia de tu caducidad, te has asomado al abismo del que sólo estás separada por la salud, la suerte y los años. El abismo te engullirá cuando cualquiera de esos tres muros se derrumbe. Eres finita. Es terrible. No hay burbuja que no se resienta con tamaña evidencia. A pesar de ello, la burbuja aún no se ha evaporado, todavía rodea tu cuerpo vistiéndote con ese matiz de ingenuidad que tanto necesita la felicidad. No has depositado tu esperanza, como hace más de dos décadas, en la eternidad imaginaría; esta sólo existe en la juventud porque la juventud es eterna. Sin embargo, te has dado una tregua, un respiro: ochenta años, razonas, no son una eternidad… pero casi. Sé que llegarán, sé que el tiempo pasa cada vez más rápido, no obstante me queda margen. Llegan los sesenta años y el proceso se repite y la burbuja se ve aún más dañada: no sólo soy mortal sino que me veo separada de la muerte por una distancia ridícula, siniestra, reflexionas. ¿Qué diferencia veinte años de veinte segundos? No sabrías dar una respuesta inequívoca a una pregunta con una respuesta tan inequívoca. El margen es pequeño, sí, pero existe, debes agarrarte a eso. Sientes como un minúsculo círculo de aire penetra en la burbuja, la burbuja no explota sino que se deshincha progresivamente. Es cuestión de tiempo. Desde el principio todo era cuestión de tiempo. Llegan los ochentas años. ¿Y ahora qué? No sólo la conciencia reflexiva, introspectiva, puede arrebatarte tu armadura invisible. La conciencia de los otros (la otredad) es igualmente dañina. Un día te dicen que menganito o menganita, a quien tú tanto quieres o quisiste, tiene un cáncer incurable. Lo ves claro: es tan sólo cuestión de tiempo que me ocurra. Otra vez el tiempo. Otra vez la muerte. Otra vez una realidad que te sobrepasa. Otra vez una burbuja desangrándose. Martin Amis decía que es la muerte de los otros la que nos mata. Cuando tenga ochenta años… Cuando nos decimos esto no sólo intentamos que los pensamientos de la muerte se pierdan en el tiempo. También nos intentamos convencer de que a esa edad asumiremos la muerte, la aceptaremos como un hecho lógico adherido a la vejez, no resultará terrible, en definitiva, no nos importará demasiado morirnos. Tremenda equivocación. No comprendemos que ante la muerte todos somos niños, que la edad no implica aceptación, que la muerte es un hecho inasumible: podemos resignarnos, sentirnos atraídos, incluso podemos desearlo… pero nunca asumirlo. Puede ser a los ochenta, a los sesenta, a los diez o a los ciento quince años: la burbuja siempre se acaba rompiendo. Ya no podemos ignorarla: debemos mirar a la muerte a los ojos y sostener la mirada, debemos afrontarla. Se puede afrontar de muchas maneras, desde el empeño racional, desde la fe, etc. Es horrible pero es necesario. No puedes actuar como si la burbuja te envolviese, ya no está. No puedes intentar ignorarla porque entonces el único camino es la desesperación, la indefensión más absoluta. Sin burbuja, sólo hay dos caminos: afrontamiento o desesperación. Sin burbuja siempre queda una certeza: el peso espantoso de aquello que no hiciste. Toda vida, por muy feliz que sea, al final siempre se ve invadida, impregnada, por la muerte y su estela. La muerte, ya sea la nuestra o la de los otros, hace que toda vida sea irremediablemente trágica.

Dedicado a las burbujas vivas


09 febrero 2021

El club de los solitarios

 

El mundo está lleno de gente solitaria que no da el primer paso

No sé dónde lo he leído o escuchado, pero esta tarde, una tarde de reencuentro, me ha hecho pensar. Pensar que el miedo y la soledad se relacionan de manera íntima. Los días llenos de ausencia engendran fantasmas, temores espectrales que se infiltran en la vida hasta detenerla. Entonces todo se reduce a no salir de ese refugio que has construido sobre las ruinas de ti mismo, en el que nunca te sientes perdido porque no tienes adonde ir. Sí, muchos están solos contra su voluntad porque el miedo les impide dar ese primer paso; sin embargo, a mí los que realmente me conmueven son los que están solos porque les da miedo no estarlo: los que se queman asomándose al infierno que son los otros, los que aún no han podido comprender que lo mejor de uno mismo son las personas que quieres.