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31.8.25

Miraré frente al animal antiguo




 

Anoche entendí algo. Vi en un vídeo a un surfista chiflado perder el miedo y subirse a una pared de agua que parecía una ciudad avanzando. No era valentía ciega, era una especie de pacto con el mar. Y supe que quería mirar de frente ese pacto desde el faro de Nazaré, con el Atlántico creciendo como un animal antiguo. No para vencerlo sino para escuchar lo que dice cuando se levanta con furia y poder.

Las olas gigantes de Nazaré siempre me han parecido como criaturas vivas, enormes, casi prehistóricas. Llamarlas animal antiguo es reconocerles su fuerza mítica, como si fueran un monstruo marino que existía antes que nosotros. Imagino el faro, la piedra que resiste, el viento que limpia la cara y deja un sabor a sal que no se olvida. Imagino el golpe de cada ola como una frase escrita sin palabras. Se va hasta allá para recordar que el miedo nace de una medida equivocada y que a veces la vida solo pide quedarse de pie en el sitio justo mientras observas lo inmenso.

A un paso de Nazaré, Lisboa, ciudad de la que conservo, veinte años después, un recuerdo nítido, como un rumor cercano. La Lisboa de Pessoa, que caminaba sin prisa y se multiplicaba para poder sentirlo todo, sentado en un café mientras miraba pasar la ciudad. Porque su Lisboa no era solo palabras, sino territorios íntimos que le urgía compartir. Viajar también es eso: aprender a ser varios para que el mundo nos quepa mejor.

El azar ha vuelto a decidir por mí: el 18 de enero, d. m., me veré pequeña y contenta frente al faro de Nazaré. No iré a presenciar una hazaña surfera, iré a saludar a la ola para que me explique, sin saberlo, de qué está hecho el deseo. Y si el mar decide crecer entonces, lo miraré con respeto y con gratitud. Si no lo hace, también estará bien. Lo importante será estar allí, porque a veces la revelación es simple: escoger un lugar en el mundo y decir aquí. Aquí quiero estar, porque todos tenemos un lugar que deseamos ver al menos una vez, y no imagino un sitio mejor donde soplar las velas de mi cumpleaños.

3.8.25

Detrás del faro





 

Este cuadro me acompaña. Su sencillez infantil es parte de su encanto.

No sé si es de Hopper o de alguien que soñó con sus veranos, pero me da lo mismo: hay algo en este cielo, en este mar, que me recuerda lo que necesito recordar. Por eso está aquí, a esta altura, en este rincón solo mío.

No lo colgué para que lo admiraran. Lo colgué para poder mirarlo.

Me acompaña, con su faro y su silencio, para ser refugio.

Acaso no fue pintado para exhibirlo, sino para habitarlo por dentro.


23.7.25

LA DIGNIDAD DEL INTENTO (anéctoda para no olvidar lo esencial)

 



Esto no es una historia. Es apenas una anécdota —insignificante si se mide en hechos, poderosa si se mide en lo que deja—.

Verano. Julio. Las primeras horas del atardecer. El calor empieza, por fin, a retirarse. Pero yo estoy en medio de un mercadillo de playa, conocido como el de las Mil Palmeras, donde se apiñan cientos, tal vez miles de personas. Me gustan los mercadillos y aunque tengo una inclinación natural hacia la soledad —y la multitud me incomoda—, cuando se trata de un mercadillo me dejo arrastrar por la marea. Me zambullo entre los puestos repletos de objetos de todo tipo, me pruebo vestidos encima de la ropa, me detengo a mirar pulseras de cuentas, telas frescas, bisutería chillona… y, contra todo pronóstico, lo disfruto.

Cuando por fin me dispongo a volver a casa, ya no soporto más los empujones ni el bullicio; tomo el camino de la playa en busca de aire. Y es entonces cuando me doy cuenta: ¡no llevo las gafas de sol colgadas del escote de mi camiseta! Rebusco en la mochila con ansiedad. Dos veces. Tres. Nada. Las he perdido. Eran mis favoritas, nunca otras me habían gustado tanto y además eran de una colección pasada, unas gafas que ya no estarían a la venta. Mi primer impulso es rendirme. Nadie encuentra unas gafas de sol en un mercadillo lleno de gente. Sería buscar una aguja en un pajar. Pero algo me empuja, no sé si es terquedad, esperanza o simplemente un gesto de rebeldía; esa idea de que no hay que rendirse antes de intentarlo, así que regreso al lugar de los hechos.

Recorro puesto por puesto, repitiendo varias veces el itinerario de mis pasos. Callejeo, miro al suelo, pregunto. Nada. Vuelvo a empezar. Dos veces. Tres. Nada. Me mareo pero sigo. Me repito una frase que me invento para seguir caminando: al menos lo habré intentado. Y en esa frase, sencilla, hay algo parecido a la resignación.

Ya de salida, me detengo en un puesto que podría ser el primero o el último, según desde dónde se empiece el recorrido. Está abarrotado de vestidos colgados de burros —esas perchas alargadas— que se balancean con el viento. Paso la mano por la ropa como quien aparta una cortina. Y entonces con una sorpresa que no puedo explicar, las veo en el suelo. ¡Mis gafas¡ Están allí, intactas, como escondidas a propósito. No entiendo cómo han llegado hasta ese lugar, pero la alegría me golpea con la fuerza absurda de un hallazgo inútil que de pronto se vuelve sagrado. Como si estuvieran allí esperando para decirme algo. 

Salgo del mercadillo con las gafas puestas —aunque no hay sol— y subo la pequeña colina que lleva de nuevo a la playa. Y en ese momento, con la brisa en la cara y los pies llenos de arena, la revelación me alcanza. No había vuelto al mercadillo por las gafas, que ahora son lo de menos. Había vuelto por otra cosa: por el impulso de probar suerte que hay en uno cuando, en lugar de resignarse, lo intenta. Cuando decide que lo perdido aun importa. Porque a veces no se trata ni siquiera de tener esperanza, se trata de no rendirse del todo, no dar por muerto lo que aún late. 

La dignidad del intento no está en la repetición ciega ni en el autoengaño esperanzado sino en ese acto lúcido, casi instintivo, de intentarlo cuando aún tiene sentido. Cuando todavía hay una oportunidad real, aunque mínima, una posibilidad cuántica, casi imperceptible, pero viva. 

Basta con atreverse a intentarlo. Al menos una vez.

8.6.25

La belleza silenciosa



A ti

Hay vidas que transcurren lejos del ruido, sin épica ni aplausos. Son esas vidas que el tiempo no celebra, pero talla. Porque el tiempo -ese artesano sin prisa- no construye con gestos grandiosos sino con el peso lento de los días, con el roce suave de lo que insiste. Así, como una piedra al borde del mar, hay almas que se modelan sin que nadie lo note: no por lo que logran sino por lo que resisten sin quebrarse. Y a veces, cuando menos se espera, en medio de ese desgaste sin espectáculo, se abre una rendija. Y por esa rendija se cuela algo que no se puede forzar: una ternura que no pidió permiso, una forma de belleza que no necesita testigos, una dignidad tan callada que solo el tiempo -precisamente él- puede reconocer.