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2.11.25

ENAMORAMIENTO CUÁNTICO

 

Cuando vivimos tanto que hay que pagar exceso,
hay algo en el amor como una luz suicida,
tal vez es solo eso,
y hay amores que duran algo menos que un beso,
y besos que han durado algo más que una vida.

Luis Rosales


 

La condición humana oscila entre lo desmesurado y lo trivial. Lo sublime y lo absurdo caminan juntos como dos sombras condenadas a seguirse; nos seduce la abrumadora idea de lo eterno y, sin embargo, nos arrastra lo inmediato, con sus pequeñas rutinas y miserias, con la comedia diaria que nos mantiene entretenidos, con su insoportable levedad —que diría Kundera—

Puede que la última ironía resida en la fragilidad del individuo y en lo ridículo de sus aspiraciones frente a la ingobernabilidad del destino. La conciencia de lo efímero nos deja desnudos ante nuestra realidad con una pregunta brutal: ¿qué quedará de nosotros en este mundo cuando muramos? Acaso el eco de una anécdota en la memoria de un hijo, o de alguien que nos quiso, tal vez un recuerdo que despierte por azar, como una brizna alzada por el viento sin que nadie la invoque. Y será por poco tiempo, porque con los años, cuando también desaparezcan quienes nos recordaron, seremos menos que humo en la nada. Ni siquiera seremos olvido.

Me gustaría creer que el olvido no mata del todo, que ese algo esencial llamado conciencia, que vibra y siente, permanece más allá de la vida o de un puñado de átomos ordenados por azar. Creo que hay sabios que piensan como yo, o quizá yo piense como ellos. Todo esto lo supe cuando me enamoré.

Ocurrió hace ya más de un año y fue algo lento pero inevitable, como un designio escrito al albur de las estrellas. Primero fue el budismo: su calma impostada, sus nobles verdades, sus meditaciones, aquel noble camino óctuple (o como se llame) que promete la liberación del deseo justo cuando más deseaba comprenderlo todo. Lo observé con atención, con esa mezcla de respeto y escepticismo que uno reserva para lo que sospecha que es demasiado perfecto. Después llegó la astrofísica. Me deslumbraron sus magnitudes incomprensibles, las distancias siderales, el vacío, los agujeros negros, los millones de galaxias que pueblan el universo. Descubrí que el infinito no es una idea sino un hecho, y que la Tierra —con toda su arrogancia— apenas ocupa un margen ridículamente diminuto en la página del cosmos. Y entonces apareció la física cuántica.

Y ahí sí: me enamoré perdidamente. No de sus respuestas, sino de su misterio. De esa magia rigurosa que convierte las certezas en probabilidades y las partículas en presencias invisibles. Descubrí que existe la antimateria. Descubrí que un electrón no está en un lugar, sino en una nube de posibilidades que solo colapsa cuando alguien lo observa, como si la realidad necesitara ser vista para existir. Que dos partículas pueden permanecer entrelazadas a miles de años luz de distancia y reaccionar al unísono, como si compartieran un hilo invisible más rápido que la luz. Que la materia surge de fluctuaciones del vacío, un vacío que no está vacío, sino vibrando con energía latente. Que el tiempo, a escala cuántica, pierde su dirección y la causalidad se vuelve un rumor.

Empecé a dormir con sus voces: electrones que se comportaban como ondas, neutrinos que apenas existen y atraviesan la materia sin dejar rastro, campos de Higgs que conceden masa como dioses benevolentes. Y todo me resultaba profundamente hermoso por una sencilla regla de tres: cuanto más incomprensible, más bello; creo que la física no solo es ciencia es también una forma de mirar, una poética de lo invisible. Y llegué a la conclusión de que el amor debía de ser como una luz suicida: una fuerza improbable, inestable, que desafía la lógica, que altera todo cuando es observada y, aun así, mantiene unido el universo —y a uno mismo— para que no se desintegre.

Me fascina observar el mundo desde dos magnitudes que parecen opuestas y, sin embargo, se necesitan: la de lo inmensamente grande, de las que se miden en megapársecs, y la de lo infinitamente diminuto, lo indivisible, a la escala de la primigenia partícula que originó el Big Bang. Como el yin y el yang se equilibran y tal vez se complementan, porque quizás no puedan existir el uno sin el otro. Dos fuerzas que se atraen y se temen, dos sombras condenadas a seguirse.

 

 

El enamoramiento cuántico me enseñó que nunca es tarde para aprender y mirar el mundo como se mira a través de un telescopio: con curiosidad y un poco de vértigo.

Luego, entre esos vídeos, descubrí que me encantan los astrofísicos que se ocupan de divulgar sus maravillosos conocimientos —Alcubierre, Michio Kaku, Neil deGrasse—, La Lattice de Jacobo Grinberg, y a Federico Faggin. Este último, un eminente físico que diseñó el microchip y terminó creyendo que lo real no era la máquina, sino lo que la habita. Un día, sin previo aviso, tuvo una experiencia que le desgarró el marco mental: se sintió rodeado, atravesado por algo que no podía medir ni nombrar, pero que reconoció como lo más poderoso del universo: el amor. No el amor romántico ni el emocional, ni siquiera el humano. Un amor sin sujeto ni objeto. Un campo de conciencia viva que le hablaba sin palabras. Desde entonces, dejó de buscar en la lógica. Aprendió a escuchar.

Yo no he tenido una experiencia como la suya, pero algo dentro de mí también sabe que no estamos solos, ni separados, ni perdidos. Que la conciencia no es una función, sino un tejido. Que todo —una célula, una piedra, una estrella— siente, recuerda, vibra.

Y si esto es cierto —aunque solo lo sea desde lo poético—, entonces la muerte no es el final, sino un tránsito. Un cambio de estado. Una migración silenciosa a otra forma de lenguaje. No nos evaporamos en la nada.
Solo cambiamos de lenguaje.

Y tal vez ahí, en esa transformación que no comprendemos, el olvido cede su lugar a algo más vasto. No a la memoria, sino a la conciencia que nos contiene a todos.
La materia se disuelve, pero la vibración permanece. Y esa vibración —mínima, indestructible— es lo que algunos llaman alma, otros energía, y yo, sin pretender entenderlo del todo, sigo llamando amor.

Y bien, después de tanto universo y tanta conciencia, toca algo más terrenal: hacer la maleta. Me voy de viaje a Suiza, no a la luna… aunque, conociéndome, acabaré mirando las estrellas desde los Alpes, preguntándome si serán las mismas que veo en Murcia o si, como las partículas en la física cuántica, también cambian cuando una las mira.

Tal vez, después de todo, mirar sea la forma más sencilla —y más humana— de seguir creando el universo.

 








31.8.25

Miraré frente al animal antiguo




 

Anoche entendí algo. Vi en un vídeo a un surfista chiflado perder el miedo y subirse a una pared de agua que parecía una ciudad avanzando. No era valentía ciega, era una especie de pacto con el mar. Y supe que quería mirar de frente ese pacto desde el faro de Nazaré, con el Atlántico creciendo como un animal antiguo. No para vencerlo sino para escuchar lo que dice cuando se levanta con furia y poder.

Las olas gigantes de Nazaré siempre me han parecido como criaturas vivas, enormes, casi prehistóricas. Llamarlas animal antiguo es reconocerles su fuerza mítica, como si fueran un monstruo marino que existía antes que nosotros. Imagino el faro, la piedra que resiste, el viento que limpia la cara y deja un sabor a sal que no se olvida. Imagino el golpe de cada ola como una frase escrita sin palabras. Se va hasta allá para recordar que el miedo nace de una medida equivocada y que a veces la vida solo pide quedarse de pie en el sitio justo mientras observas lo inmenso.

A un paso de Nazaré, Lisboa, ciudad de la que conservo, veinte años después, un recuerdo nítido, como un rumor cercano. La Lisboa de Pessoa, que caminaba sin prisa y se multiplicaba para poder sentirlo todo, sentado en un café mientras miraba pasar la ciudad. Porque su Lisboa no era solo palabras, sino territorios íntimos que le urgía compartir. Viajar también es eso: aprender a ser varios para que el mundo nos quepa mejor.

El azar ha vuelto a decidir por mí: el 18 de enero, d. m., me veré pequeña y contenta frente al faro de Nazaré. No iré a presenciar una hazaña surfera, iré a saludar a la ola para que me explique, sin saberlo, de qué está hecho el deseo. Y si el mar decide crecer entonces, lo miraré con respeto y con gratitud. Si no lo hace, también estará bien. Lo importante será estar allí, porque a veces la revelación es simple: escoger un lugar en el mundo y decir aquí. Aquí quiero estar, porque todos tenemos un lugar que deseamos ver al menos una vez, y no imagino un sitio mejor donde soplar las velas de mi cumpleaños.

3.8.25

Detrás del faro





 

Este cuadro me acompaña. Su sencillez infantil es parte de su encanto.

No sé si es de Hopper o de alguien que soñó con sus veranos, pero me da lo mismo: hay algo en este cielo, en este mar, que me recuerda lo que necesito recordar. Por eso está aquí, a esta altura, en este rincón solo mío.

No lo colgué para que lo admiraran. Lo colgué para poder mirarlo.

Me acompaña, con su faro y su silencio, para ser refugio.

Acaso no fue pintado para exhibirlo, sino para habitarlo por dentro.


23.7.25

LA DIGNIDAD DEL INTENTO (anéctoda para no olvidar lo esencial)

 



Esto no es una historia. Es apenas una anécdota —insignificante si se mide en hechos, poderosa si se mide en lo que deja—.

Verano. Julio. Las primeras horas del atardecer. El calor empieza, por fin, a retirarse. Pero yo estoy en medio de un mercadillo de playa, conocido como el de las Mil Palmeras, donde se apiñan cientos, tal vez miles de personas. Me gustan los mercadillos y aunque tengo una inclinación natural hacia la soledad —y la multitud me incomoda—, cuando se trata de un mercadillo me dejo arrastrar por la marea. Me zambullo entre los puestos repletos de objetos de todo tipo, me pruebo vestidos encima de la ropa, me detengo a mirar pulseras de cuentas, telas frescas, bisutería chillona… y, contra todo pronóstico, lo disfruto.

Cuando por fin me dispongo a volver a casa, ya no soporto más los empujones ni el bullicio; tomo el camino de la playa en busca de aire. Y es entonces cuando me doy cuenta: ¡no llevo las gafas de sol colgadas del escote de mi camiseta! Rebusco en la mochila con ansiedad. Dos veces. Tres. Nada. Las he perdido. Eran mis favoritas, nunca otras me habían gustado tanto y además eran de una colección pasada, unas gafas que ya no estarían a la venta. Mi primer impulso es rendirme. Nadie encuentra unas gafas de sol en un mercadillo lleno de gente. Sería buscar una aguja en un pajar. Pero algo me empuja, no sé si es terquedad, esperanza o simplemente un gesto de rebeldía; esa idea de que no hay que rendirse antes de intentarlo, así que regreso al lugar de los hechos.

Recorro puesto por puesto, repitiendo varias veces el itinerario de mis pasos. Callejeo, miro al suelo, pregunto. Nada. Vuelvo a empezar. Dos veces. Tres. Nada. Me mareo pero sigo. Me repito una frase que me invento para seguir caminando: al menos lo habré intentado. Y en esa frase, sencilla, hay algo parecido a la resignación.

Ya de salida, me detengo en un puesto que podría ser el primero o el último, según desde dónde se empiece el recorrido. Está abarrotado de vestidos colgados de burros —esas perchas alargadas— que se balancean con el viento. Paso la mano por la ropa como quien aparta una cortina. Y entonces con una sorpresa que no puedo explicar, las veo en el suelo. ¡Mis gafas¡ Están allí, intactas, como escondidas a propósito. No entiendo cómo han llegado hasta ese lugar, pero la alegría me golpea con la fuerza absurda de un hallazgo inútil que de pronto se vuelve sagrado. Como si estuvieran allí esperando para decirme algo. 

Salgo del mercadillo con las gafas puestas —aunque no hay sol— y subo la pequeña colina que lleva de nuevo a la playa. Y en ese momento, con la brisa en la cara y los pies llenos de arena, la revelación me alcanza. No había vuelto al mercadillo por las gafas, que ahora son lo de menos. Había vuelto por otra cosa: por el impulso de probar suerte que hay en uno cuando, en lugar de resignarse, lo intenta. Cuando decide que lo perdido aun importa. Porque a veces no se trata ni siquiera de tener esperanza, se trata de no rendirse del todo, no dar por muerto lo que aún late. 

La dignidad del intento no está en la repetición ciega ni en el autoengaño esperanzado sino en ese acto lúcido, casi instintivo, de intentarlo cuando aún tiene sentido. Cuando todavía hay una oportunidad real, aunque mínima, una posibilidad cuántica, casi imperceptible, pero viva. 

Basta con atreverse a intentarlo. Al menos una vez.

8.6.25

La belleza silenciosa



A ti

Hay vidas que transcurren lejos del ruido, sin épica ni aplausos. Son esas vidas que el tiempo no celebra, pero talla. Porque el tiempo -ese artesano sin prisa- no construye con gestos grandiosos sino con el peso lento de los días, con el roce suave de lo que insiste. Así, como una piedra al borde del mar, hay almas que se modelan sin que nadie lo note: no por lo que logran sino por lo que resisten sin quebrarse. Y a veces, cuando menos se espera, en medio de ese desgaste sin espectáculo, se abre una rendija. Y por esa rendija se cuela algo que no se puede forzar: una ternura que no pidió permiso, una forma de belleza que no necesita testigos, una dignidad tan callada que solo el tiempo -precisamente él- puede reconocer.