Hay recuerdos que no voy a borrar,
personas que no voy a olvidar.
Hay aromas que me quiero llevar
y silencios que prefiero callar.
(Fito Páez)
Me gusta esa frase que dice que la verdadera patria de un
hombre es su infancia. En esos años se vive todo con más intensidad, con mayor
entusiasmo, el tiempo discurre mucho más lento y estamos protegidos por esa
burbuja –frágil y fuerte a la vez- que es la inocencia. Esta fotografía
en blanco y negro es la huella lejana de la inocencia.
El tiempo borró tantas cosas, que
parecía que nunca hubieses existido, hasta que, mi hermana (que era amiga de tu
hermana) me dijo que habías muerto. No pude evitar que me invadiese el
escalofrío y una gran tristeza, y no porque, lamentablemente, no te volveré a
ver más (pues no te reconocería después de tantos años), sino porque supe que
antes de eso habías perdido a tu esposa y con ella tus ganas de vivir.
Mis recuerdos más tempranos se agolpan de manera caótica,
formando una maraña difícil de desenredar, pero cuando empiezo a rememorar
compruebo que en todos ellos estás tú. Está claro que fui precoz en
amores. Tú fuiste mi primer novio a la tierna edad de cuatro años. Un noviazgo oficial
y admitido por nuestras respectivas familias a las que les debía hacer mucha
gracia. Vivías en el tercer piso y yo en el cuarto y jugábamos en la entrada o
en el rellano de la escalera a que tú eras mi marido y yo tu mujer. Nuestro
juego siempre consistía en que volvías de trabajar (trabajabas en una oficina
imaginaria), aparcabas la moto imaginaria y dejabas la cartera imaginaria al
entrar en nuestra casa imaginaria, en la que yo te esperaba cocinando y te daba
un real beso de bienvenida. En nuestra visión del mundo todos los maridos eran
probos oficinistas y todas las mujeres hacendosas amas de casa. Pero la vida de casados era tan aburrida que
los roles que representábamos apenas duraban unos minutos y el juego, idéntica
y primorosamente repetido, tocaba a su fin cuando llegaba el beso, como en las
películas. Acaso todo el juego era una excusa para darnos un beso, en realidad,
lo pasábamos mucho mejor jugando a ser lo que éramos: niños, subiéndonos al
tronco del árbol doblado, jugando al escondite y a la pelota o compartiendo juegos
con otros niños. Éramos inseparables, siempre cogidos de la mano, éramos
felices, la vida era un amanecer siempre nuevo.
Hasta que un buen día, con mi
familia nos trasladamos a vivir a otra casa, en el mismo barrio pero lejos de
la tuya. Esa distancia, el colegio, y otros nuevos amigos hizo que nuestra
separación fuese indolora, porque en aquellos años la vida era indolora, y
porque la ingenuidad es eso, un desconocimiento total y absoluto del dolor. La infancia es ingenuidad y la
ingenuidad suele parecerse bastante a la felicidad.
Las laderas del recuerdo a veces desembocan
en las playas del olvido, sin embargo, hoy sé que nunca olvidaré cuando me
cantabas: “…Tengo una novia que vale, más que la fuente de Roma…” Si nuestra
memoria infantil es capaz de almacenar detalles insignificantes es porque en
su día esos hechos nos parecieron grandiosos, y en la infancia todo es colosal; tu padre es
un gigante, y se parece a Gregory Peck, tu madre es Ava Gadner, la mujer más
hermosa del Planeta, tu barrio es la ciudad y tu ciudad es el mundo, y… era
grandioso que tú me cantases esa canción.
La infancia puede marcarnos, incluso
puede dar color al resto de nuestras vidas pero hoy es una foto en blanco y
negro. Mientras la miro, entre la sonrisa y la nostalgia, siento que el tiempo
se ha detenido y que el mundo y yo estamos en paz.
1 comentario:
Es verdad que la felicidad y la ingenuidad son muy parecidas, diría incluso que me cuesta diferenciarlas; supongo que sólo es un problema de memoria.
Espero que cualquiera de estas noches, sueñe con sus juegos y amores de infancia, y si hay suerte, a pleno color.
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