“No podemos hablar del pasado, ni del futuro porque no existen, pero no hay
presente sin pasado, ni ilusión sin futuro”
He montado un árbol de Navidad. Es un árbol sin hojas, desnudo,
únicamente exhibe unas enjutas ramas de papel de plata. En él he puesto
mariposas de colores, luces blancas que se encienden y se apagan, unos
pajarillos de purpurina plateada, unas manzanas de cristal y unos muñecos de
trapo de Papá Noel… ¡Todos colgados! Ahora caigo en la cuenta: no es un
árbol de Navidad, lo único navideño son los muñecos y parecen que están
ahorcados.
No, no he montado un típico árbol de Navidad, inconscientemente he construido
un símbolo: las ramas despojadas de hojas son los años que nos despojaron del
tesoro de la inocencia, los muñecos que cuelgan ante el abismo representan
nuestros intentos por impedir que nuestras ilusiones infantiles las engulla el
olvido. No es un árbol sino un fantasma: el fantasma de navidades pasadas, un
fantasma que carga con el insoportable y silente peso de los que ya no están.
Pero también es un árbol insólito, como un sueño a medida, como casi todas
las cosas que me gustan y que no tienen sentido. Un árbol iconoclasta, un árbol
maravillosa y conmovedoramente absurdo: como nuestra determinación de no
desprendernos jamás de nuestra infancia.
1 comentario:
Siempre sostuve que la infancia, es el único sitio al que me gustaría volver; entiendo perfectamente que intente no desprenderse de ella definitivamente.
Yo no pongo árbol de Navidad porque he llegado a sentir una gran antipatía por este momento del año; pero si echo la mirada atrás, y recuerdo la ilusión que representaba para mí y mis hermanos abrir las cajas de los adornos navideños, debo reconocer que este ritual tiene su magia.
Me ha hecho reír con lo de los Papás Noel ahorcados.
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