Marc Chagall
La pareja azul (Marc Chagall)
Recuerdo como si fuera ayer, cuando era pequeña, allá por la
Prehistoria –para concretar fechas recurriré a aquel mítico título
cinematográfico: “Cuando los dinosaurios habitaban la tierra”–, y veía la Semana
Santa como un conglomerado de estética y liturgias que me fascinaban. Hoy, después
de atravesar mares infestados de tiburones y sobrevivir a unos cuantos diluvios
universales, me siguen infundiendo el mismo respeto que entonces. Lo que más me
gustaba permanece indeleble: Toda una religión girando en torno a la idea
de la redención; el gran perdón, la gran liberación, la gran belleza.
Mi tierra soleada y barroca, es de procesiones también
barrocas, con el arraigo popular de cientos de años de tradición, y una
singularidad que las hace únicas: el hecho (insólito) de que los nazarenos
repartan habas, huevos duros, monas y caramelos a diestro y siniestro. Mi padre
nació en Lorca pero siempre se consideró de la capital, Murcia, con un punto de
simpatía por Valencia, donde vivió unos pocos (pero buenos) años de juventud.
En la Lorca de su infancia fue gran amigo de su paisano el guitarrista
universal Narciso Yepes (inventor, creo, de la guitarra de diez cuerdas) al que
–espero que me perdone por desvelarlo- siempre consideró un cursi engolado,
pero un cursi genial. También es cierto que mi padre, hijo de viuda, que no
llegó a conocer al suyo, era muy presumido y se le conocía en el pueblo como el
“Petronio” por su innata elegancia y el gusto por vestir ropas impecables y de
buen corte que le cosían sus hermanas. Su hermano –mi tío Pedro- en aquel
Macondo de los años veinte era conocido con el sobrenombre de “Sarasate” por su
virtuosismo tocando el violín. Autodidacta (como mi padre en la elegancia) aprendió a
tocar el violín de oído, y decían que eran tan bueno que si hubiese estudiado en un Conservatorio, habría sido un
violinista de fama mundial, como lo fue su paisano con la guitarra. Pero ambos
hermanos, y en particular mi padre, renegaban de sus raíces, de su Lorca natal
(de la que se marchó con veinte años). Cuando le preguntabas qué le unía a esa
ciudad, con su endiablado sentido del humor, recurría a una frase de cierta
persona muy importante y la hacía suya: “De Lorca ni el polvo”, seguida de
carcajadas.
La Semana Santa lorquina (o
lorquiana) se vive entre los lugareños según un color que te marca de por vida:
blanco o azul. Cada color es representativo de una de las dos grandes cofradías
que pugnan en los espectaculares desfiles de Semana Santa por ofrecer los
mejores bordados en las túnicas y los caballos mejor enjaezados y más briosos.
O eres de la Virgen del Rosario (blanco) o eres de la Virgen de los Dolores
(azul). Cuando llegan estas fechas mi padre nos contaba que en su familia se
vivían verdaderos cismas y hasta separaciones matrimoniales temporales por
culpa de los colores. Tenía una sobrina azul
casada con un panadero blanco que en
Semana Santa dejaban de hablarse para no llegar apasionadamente a las manos o a
otras situaciones desagradables e irreversibles. Pasada la Semana Santa, todo
volvía a la normalidad en, aproximadamente, una de cada dos familias en la que
sus miembros pertenecían a distinto credo. No sé hasta qué punto exageraba mi
padre, siempre desde su hiperbólico sentido del humor, pero indudablemente hay
un trasfondo de verdad. La hija de aquel civilizado matrimonio bicolor fue
distinguida un año con el privilegio de representar a Cleopatra en una
importante procesión, creo que la del Domingo. ¿Qué pinta Cleopatra, Ramsés II
o el rey Salomón en una procesión de Semana Santa? Pues mucho, ya que en Lorca
no existen procesiones propiamente dichas sino pasionales y bíblicos desfiles,
con ínclitos personajes históricos y caballos y cuadrigas a la carrera.
Recuerdo cierto día que le pregunté a mi padre de qué color era. Lo primero que
contesto es que le daba igual el color, que le importaba un bledo para ser más
exactos, y que no sentía una devoción especial por ninguna de las vírgenes.
Pero ante mi agotadora insistencia, al final claudicó –para que le dejase en
paz- y me dijo:
– Soy blanco.
– ¿Por qué, papá?
– Muy sencillo –me contestó–, tu abuela
–mi madre- es azul, así le llevo la contraria y le hago rabiar un poco, jeje.
Así era mi padre, creyente y devoto,
admirador de santos y Papas en grado superlativo, pero iconoclasta y
desarraigado de sus manifestaciones populares, en especial de las procesiones
de su tierra a las que nunca nos llevó. En aquel preciso instante, decidí tomar
partido y ser azul, no para contentar a mi abuela ni para contradecir a mi
padre, sino porque el azul era el color favorito de mi madre y, como una
premonición, luego lo sería de algunas personas importantes en mi vida a las
que siempre querré (aquí el futuro perfecto, querré, es necesario).
Yo me proponía contar otra cosa que
nada tiene que ver con los recuerdos, no necesariamente idealizados, de mi
infancia. Existe una tenue pero inequívoca conexión entre lo que pretendía
escribir y lo que he escrito: el color azul. Siempre me gustó escribir para
colorear mis horas anodinas e iluminar lo intrascendente. Hace un rato vi en
una revista una fotografía de Charo Baeza vestida con un escueto body de encaje azul que me ha
llamado poderosamente la atención. Sobre la fotografía de la estrella se
encontraba el siguiente titular: “Charo Baeza cautiva en el Mira quien baila de EE.UU. ¡La que fuera
esposa de Xavier Cugat sigue en activo a los 76 años!”. Charo Baeza es murciana,
de Molina de Segura, amiga de la infancia de una tía mía. Se ha hablado de ella
como la mujer que conquistó EEUU sin que se enterasen en España, ni siquiera en
Murcia, su tierra. De gran presencia y curvas explosivas, conoció al catalán
Xavier Cugat que era por entonces un famoso músico de Hollywood. Cugat se
enamoró perdidamente de la murciana y, viendo en ella otros talentos además de
los físicos, se la llevó allende los mares donde ella se encargó de encandilar
a los yanquis con su desparpajo y sex appeal.
Y colorín colorado, se casaron y pudo verla triunfar en Las Vegas con un
espectáculo propio al que Frank Sinatra era asiduo. Sin embargo, Charo tenía 25
años (según ella 15) y él 66 (según él ni idea). La belleza y juventud de la
murciana eran tan exuberantes que un amigo suspicaz (haciéndose eco de las
maledicente rumorología hollywoodiense)
se atrevió a preguntarle al músico cómo soportaba que su esposa viviese rodeada
de admiradores y algún que otro amante, a lo que el conspicuo esposo, enorme en
su falta de grandilocuencia, respondió con horrible sinceridad:
– Podría estar casado con una mujer de
mi edad, pero no lo hago porque antes prefiero compartir un bombón que tener
una mierda para mí sólo.
Ni siquiera cuarenta años de diferencia, múltiples
infidelidades y una pragmática resignación separan más a un matrimonio que los
dos colores. Porque no existe nada más lejos que el azul del blanco.
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