Cuánta más belleza, más fuera del tiempo y de la pena, más inmortales.

24 octubre 2016

Sonreír, ese placer



Y desafiando el oleaje
sin timón ni timonel,
por mis sueños va, ligero de equipaje,
sobre un cascarón de nuez,
mi corazón de viaje

(Peces de Ciudad. Joaquín Sabina)




Mil gracias B, me siento protegida


Sábado. 
Habían pasado tantos años que pensé, con inequívoca nostalgia, que me gustaría volver a la playa a la playa de la Llana y ver si seguía estando igual que en aquel lejano y hermético recuerdo que, por otra parte, no tenía más trascendencia que la de una anécdota de verano. Se dice que no debes volver al lugar donde has sido feliz… Y así pasó, la playa (llena de algas), seguía siendo bastante bonita (por las dunas, sobre todo) pero insignificante comparada con el hechizo que el lugar ocupa en mi recuerdo. Como una constante vuelta sobre mis pasos: fui, vi y regresé con un dedo del pie roto (el mismo de siempre, siempre en las vísperas de un viaje) pues no había piedras a las que darles una patada pero sí suficiente barro en el sendero, para resbalar y parar la caída con el dedo.


Domingo. 
Somnolienta me preparo el desayuno y tomo asiento en mi minúsculo reino frente al mar, abrumada por su belleza siento la tentación del recuerdo, cualquier recuerdo que dejase en mí una nota pasional, fulgurante e impredecible. La memoria, siempre lo he dicho, es caprichosa: es capaz de apresar con férrea determinación la experiencia más banal y que la más trascendental nos resulte inasible. Una viejísima canción se asienta en mi cabeza: “mirando al mar soñéeeeeeeeee…” y siento el impulso visceral de tararearla. Y la tarareo. Pero consigo evitar la tentación de mirar atrás y miro fijamente el horizonte. Bendigo esta mágica y primaveral mañana de otoño, el presente absoluto, la sensación de paz muchas veces ignota, una verdad, una realidad con rumor de mar…




14 octubre 2016

Memorias de jabón







Hace unos días volví a ver por enésima vez “Memorias de África”. Luego me entretuve buscando información en Internet sobre la mítica escena de la selva: cuando Robert Redford le lava y aclara el pelo a Maryl Streep. Había diversas interpretaciones y matices sobre el lenguaje cinematográfico y narrativo de la escena, pero todas ellas unánimes en cuanto que se trata de una escena tremendamente sensual (acaso erotizante) cuando no romántica.

La memoria tiene un inmenso poder asociativo, es curioso cómo un hecho insignificante es capaz de traerte a la mente un recuerdo que parecía disuelto en el olvido (donde no habitan los recuerdos amados). Era verano, un pequeño grupo de amigos habíamos ido a bañarnos a La Llana, una playa semidesierta con hermosas dunas, junto a las salinas. Ese día vino Pedro, un estudiante de primero de Medicina, y trajo consigo a un amigo de Málaga que tenía invitado en su casa. Nos zambullimos todos en el agua, al rato los chicos se metieron mar adentro para bucear en las rocas y las chicas salieron del agua a tomar el sol en la arena. Yo me quedé a remojo (me gusta pasar horas en el mar, hasta que se me arruga la piel, en eso no he cambiado) con el amigo de Pedro, de cuyo nombre aunque quiera no puedo acordarme, sólo recuerdo vagamente sus ojos azules y su pelo negro ensortijado. En el breve espacio de tiempo que nos quedamos solos saltó la chispa de la atracción mutua, una chispa mojada por una prudente distancia en el agua, pero viva ¿acaso alentada por una extraordinaria simpatía, por una extraña y sugestiva conexión, por compartir la vista de unas hermosas dunas, por la sensación física del roce de las miradas? Pasado un rato el chico salió del agua y regresó con un botecito verde con tapadera blanca en la mano. Era inconfundible, se trataba de Edelmira, un conocido champú específico para lavar el pelo en agua salada, el único champú que hacía espuma en el mar (al parecer, otros no) dejando el cabello resplandeciente (detalle que sé que resulta apasionante). Para nuestra sorpresa el champú no hizo la reacción química esperada, se cortó sin hacer ni una pobre pompa de jabón, era como si su cabello escupiese el producto. Nos entraron ganas de reír. Lo hicimos. Sin saber por qué, con toda naturalidad, me ofrecí a lavarle el pelo y él se puso de rodillas delante de mí para facilitarme la labor. Cogí el bote de Edelmira que flotaba en el agua y repartí el producto por su cabello. Rápidamente comenzó a surgir la espuma entre mis manos. Le lavé la cabeza con suavidad, masajeando con la yema de los dedos cual avezada peluquera, pero con una lentitud impropia; le aclaré el pelo una y otra vez, y otra vez, hasta perder la cuenta, atrapados cómo estábamos por la intensidad de la sencilla y deliciosa sensación del contacto físico entre su cabeza y mis manos. Embargados por un extraño sentimiento, el tiempo se deslizó en un mar de espuma, entre la piel y la claridad: unos instantes o una eternidad. No sé.

Nunca le pregunté a Pedro por él. Nunca me acordé de aquello hasta que hoy, contemplando la belleza de la playa en otoño mientras pensaba en Memorias de África, me he visto sorprendida por la fuerza de la sensualidad en un lejano recuerdo de siluetas juveniles a contraluz, en un mar salpicado de pompas de jabón.